Ya venía siendo hora
Su gran virtud está en normalizar el protagonismo homosexual dentro de un género, el de la comedia de adolescentes

CON AMOR, SIMON
Dirección: Greg Berlanti.
Intérpretes: Nick Robinson, Jennifer Garner, Josh Duhamel, Katheron Langford.
Género: comedia. Estados Unidos, 2018.
Duración: 110 minutos.
En un lúcido momento de Con amor, Simon, el protagonista se interroga sobre la arbitrariedad que, durante tanto tiempo, ha obligado a la identidad homosexual a pasar por el fatigoso trámite de la salida del armario. ¿Qué ocurriría si fuesen los heterosexuales los que tuviesen que pasar por eso? Una serie de breves escenas muestra a los miembros del círculo de amigos del narrador confesando su heteronormatividad a sus respectivas familias, como si fuese un secreto vergonzante. Es un afortunado juego de inversiones que, de una manera puramente intuitiva y sin que se delate eco cinéfilo alguno, recuerda a las estrategias paradójicas que Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière orquestaron en su insuperable El fantasma de la libertad (1974): una brillante manera de ilustrar el absurdo de imponer sobre algo tan libre como el deseo el yugo de la convención social. Y, por extensión, una extraordinaria estrategia para evidenciar la anómala –o casi monstruosa- situación que, durante décadas, ha condenado al personaje homosexual a ser, salvo excepciones, el contrapunto o secundario cómico en un género tan popular como la comedia de instituto.
Tercer largometraje de Greg Berlanti, Con amor, Simon, basada en una novela de Becky Albertalli, es uno de esos raros trabajos cuya naturaleza convencional juega definitivamente a favor, porque su gran virtud no es otra que la de normalizar el protagonismo homosexual dentro de un género que ha construido su imaginario sin detectar otro margen de diferencia que el que separa al nerd del integrado. La película incluso otorga dignidad a un secundario de desaforada pluma. El modo en que los manuales de guion tiranizan la ficción mainstream matiza los logros al imponer un cierre de todas sus líneas narrativas, que convierte el tercer acto en algo excesivamente aparatoso. Hasta llegar ahí todo funciona. Y no se omiten claroscuros.
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