El ‘trap’ y el público salvan la primera noche del Sónar
Preditah fascina con su actuación salvaje y Bonobo remata la jornada con un espectáculo mucho mejor que el de Gorillaz
El mundo está lleno de gente rara, y mucha de ella se concentró el viernes noche en la primera sesión nocturna del Sónar en la Fira Gran Via. Entre la ingente multitud que ocupó los espacios bajo techado y al aire libre delimitados por el acero y cristal del emplazamiento, qué bien hizo el festival en declinar en su momento la invitación de ocupar el Fórum, los personajes más chocantes eran mayormente varones, alguno de ellos luciendo camiseta de fútbol —dos del Barça, otra del Borussia Dortmund e incluso alguna de La Roja— que cantaban más que James Rhodes en un concierto sin show. Luego estaban los de siempre, lo normal, aquellos que visten casual porque pillan su ropa casualmente del armario, las que llevan vestidos inexistentes, los que se tocan con gorras que sonrojarían a Gregory Porter y los que ni se veían la camiseta de lo alto que volaban. Escenas del Sónar en su primera noche. Todo bajo control. Ellas sabiendo qué ponerse y ellos confiando la capacidad de seducción a su indiscutible atractivo animal. El mundo no es diferente en el Sónar.
Este año la noche comienza de día, cosa extraña que fue recibida con un “parece que llegamos de reenganche” por algún asistente. Al entrar en los recintos, el aire acondicionado abofeteaba con una corriente fría y tonificante que la masa se encargó de combatir a base de presión numérica a medida que avanzaba la actuación de Gorillaz, tan extraña allí como las camisetas de fútbol. Y es que el grupo de Damon Albarn, vestido de amarillo como Israel Galván y los tres músicos de KOKOKO! en una opción cromática que otros años hubiese pasado desapercibida, ¿miraremos hoy distinto al color maldito del teatro?, jugó en campo ajeno todo y el éxito que cosechó con su ración de rock casi de estadio. Celebrar 25 años con un grupo así pareció extraño dado el lenguaje primitivo de Gorillaz, quienes además hicieron una puesta en escena tirando a elemental, con unos visuales pasados de moda ya desde tiempos del VHS. Apelando a la testosterona, un rock cruzado con hip-hop, la banda de Albarn rehuyó el repertorio más negro y dúctil que allí habría encajado mejor —apenas dos temas de Humanz—, y se tiró por la pendiente del estadio. Albarn, como un niño falto de cariño, se sintió de nuevo querido, lo tocó todo —melódica, guitarra, teclado y público— en la que fue su gran noche. Compartieron escenario algunos invitados, Pos & Dave de De La Soul recordaron sus noches de gloria en el mismo escenario, y poco más. Un concierto litronero que el público engulló físicamente dando botes en lo que fue el mayor espectáculo de la actuación: la gente.
Tras Gorillaz pudo comprobarse que pese a las dimensiones del recinto, cuando todo el mundo decide moverse a la vez y en la misma dirección el mismo desierto de Atacama quedaría pequeño. Pero que nadie se lleve a equívoco, en el Sónar reina una especie de armonía que conduce a que nadie se angustie. Las parejas de cualquier sexo y condición se besan ajenas al ajetreo, felices en el microcosmos que les brinda el amparo de la multitud. Es muy hermoso. El toque mundano lo aporta el intenso olor a pizza que ocupa el hangar de tránsito entre el Club y el Pub, agitación inmediata de jugos gástricos en un lugar donde todo parece una tentación. El caso es que en el Pub ya brincaba Yung Lean. Llevaba una gorra de policía tipo Rod Steiger en El calor de la noche y…..aquí se acababan los parecidos con un policía. Un manchurrón, ¿maquillaje, ¿un tatuaje extremo?, le caía por la parte derecha de la cara como si se le hubiese derramado allí un tintero, enguantaba una mano en rojo y negro y la otra con tatuajes y remataba el vestuario como si viniese de Estocolmo a una despedida de soltero. Concierto vitamínico de trap que empezó hip-hopero para acabar con un baladón, Agony. Por medio, temas vitamínicos con bajos densos llamando a la euforia callejera. Fue tanta que Yung Lean estuvo a punto de caer en alguna ocasión, y su subida al escenario, una vez bajó a dejarse manosear por las primeras filas, se antojó un gag visual de Buster Keaton.
Para entonces la bestia ya estaba suelta, y llevaba camiseta del Madrid, quizás para no herir susceptibilidades, negra y con su nombre en la espalda: Preditah. Aquello sí que fue salvaje, grime, hip-hop inglés de barriada, a toda castaña y a un volumen que desmigaría el granito. Incólume al mismo, un espectador, pegado al escenario, levantaba el pulgar a un palmo de un altavoz de subgraves camino de convertirse en Beethoven, mientras la vibración de esos graves le aflojaba los tornillos de las gafas. Eso sí que era físico, temblor de vísceras, cabello literalmente temblando, intestinos serpenteando en busca de paz. Sísmico. Los ingleses, allí sólo había ingleses, bailaban grime como se baila grime: de cualquier manera, con saltos simiescos y enfáticos muestra de alegría elástica. Un espectáculo que alcanzó su cénit cuando la masa coreaba "The ting goes skrrrahh, pap, pap, ka-ka-ka” al sonar el Man’s Not Hot de Big Shaq. Para verlo, para disfrutarlo. Un señor con muchas canas lo hacía, pero como disimulando, consultando el programa de mano atentamente en aquel espacio sin apenas luz como si estuviese ideando una retrospectiva sobre Skepta.
A todo esto, aquellas escenas de los primeros Sónar en los que nadie disimulaba la ingesta de estimulantes ya son historia. El pudor, la edad, el miedo, la seguridad o lo que fuere provoca que ese tipo de escenas hayan desaparecido. Ni tan siquiera huele a hierba en el Village diurno, antes un aroma consustancial al espacio. Sí, se perciben conductas generosamente empáticas, una afabilidad exultante y una pasión danzante que no despliega ni Mijaíl Barýshnikov, pero las formas se guardan. Por eso el Sónar noche es un espectáculo en sí mismo, y si suena grime se añade un salvaje punto finisecular. No es que no haya mañana, es no existe ni la siguiente hora. Lástima que en ese mismo escenario se cancelase, “por razones ajenas a la organización” se adujo, la actuación de Willey, más “grime”, este en directo, porque hubiese sido el remate idóneo. Kode 9, puesto en su lugar, resultó, al menos en el arranque de su sesión, demasiado conceptual para lo que el público necesitaba entonces.
La noche, en su tramo razonable, porque noche hay en el Sónar hasta que el día la ahuyenta iluminando la otredad, la remataron Bonobo con un espectáculo mucho mejor que el de Gorillaz. Buenos juegos de luces, fotos monas, paisajes National Geographic y un sonido ameno y agradable basado en el downtempo y con forma de canción. Tras lo pasado en los otros escenarios pareció un cambio de planeta en el que las formas eran redondeadas, los bajos acolchados y las programaciones no buscaban hurgar en las heridas sino aplicarlas linimento. En cualquier caso no fue la mejor noche del Sónar en su tramo central, pues resultó más bien floja artísticamente. Aún con todo, el Sónar tiene el imbatible atractivo de los espacios, de un sonido espectacular y de la gente, el último y primer sentido de cualquier acontecimiento público, aquí sustancial.
Babelia
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