Más allá del despilfarro
Vivimos en una cultura del despilfarro, lo roto no encuentra su lugar. Si lo antiguo es sinónimo de prestigio, lo viejo lo es de fracaso
Hace tiempo, cuando la cultura capitalista más salvaje no se había instalado aún en nuestras vidas sin clemencia, cada cosa rota se reparaba con primor y en cada objeto se buscaba la calidad como sinónimo de perdurabilidad: era mejor tener un abrigo de buen paño que durara en vez de una prenda endeble cada invierno. El consumo desmedido no estaba tan bien visto por la mayoría: el derroche parecía inadmisible socialmente. Nada se tiraba, todo se reciclaba. Sin embargo, al terminar la Segunda Guerra Mundial, quién sabe si para exorcizar la escasez vivida y el consiguiente reciclaje, la relación con los objetos se transformaba. Con el fin de alcanzar la velocidad de crucero en un mundo oscurecido y agotado por dos contiendas demasiado próximas, Occidente se lanzaba al consumo impuesto por medias de nailon frágiles, electrodomésticos programados para durar un tiempo limitado —los nuestros— y publicidades que ofrecían lo nuevo como sinónimo de felicidad y de juventud. El coche reluciente, el móvil último modelo, la televisión de mayor tamaño y con más resolución son incluso hoy, en una época que se replantea lo abultado de sus excedentes, una manera de combatir el paso del tiempo y hasta el miedo a la muerte… En esa línea sutil y perversa que separa la abundancia del exceso se instalan las contradicciones. Porque vivimos en una cultura del despilfarro, lo roto —lo reparado, incluso lo gastado— no parece encontrar su lugar. Si lo antiguo es sinónimo de prestigio, lo viejo es síntoma de fracaso.
En Occidente los objetos deben estar limpios y brillantes, sin marcas, sin el rastro de la mano. Por el contrario, en Oriente se entiende la pátina como el privilegio del uso y de la caricia. En su bello libro El Elogio de la sombra Junichiro Tanizaki recoge una expresión usada por los chinos: “el lustre de la mano”. Los japoneses hablan del “desgaste”, pero ambos aluden a un concepto que implica el tacto de los dedos, incluso la suciedad que, según el mismo autor, los extremo-orientales convierten en “un ingrediente de lo bello”. Optan por una superficie que desgaste los dedos muy relacionada con el transcurso y prefieren las lacas frente a las cerámicas, y las lacas negras, sobre todo, para que preserven la sombra y la venzan con ese brillo peculiar que, contrariamente a la plata, reproduce formas ensombrecidas.
En Occidente los objetos deben estar limpios y brillantes, sin marcas, sin el rastro de la mano. En Oriente se entiende la pátina como el privilegio del uso y de la caricia
Por este modo de enfrentar el transcurso en nuestra cultura, las fórmulas de arreglar lo que se rompe son un juego de paradojas irremediable: cuando reparamos un objeto, no buscamos sólo recuperar su funcionalidad, sino disimular la rotura misma; que quede como nuevo, aplacar los estragos de los años, el enemigo más temido al fin en la cultura occidental. Y si no queda como nuevo, tratamos de sustituirlo. Pero, ¿hasta cuándo puede sobrevivir esta actitud en un planeta que exige el final del consumo desmedido?
Tal vez por este cambio de paradigma en la sociedad del exceso, resulta tan fascinante y tan pertinente la reflexión que plantea la muestra Esto tiene arreglo en el Museo del Oro del Banco de la República de Bogotá, con una excepcional colección precolonial. Al explorar los objetos que fueron reparados hace 500 o hasta 1000 años y observar sus rudimentarios arreglos, se desvelan las técnicas y saberes para recomponer las cosas dañadas. Aunque no sólo. Los antiguos oficios de la reparación abren unas reflexiones obligadas sobre la sostenibilidad misma —lo imprescindible de reparar, incluso en las sociedades ricas— y el modo de abordar el mundo material y las relaciones con el mismo. Cada objeto reparado abre, así, un relato prodigioso que habla no de quienes lo restauraron, de sus trayectos por el espacio y el tiempo; de su historia y la de sus propietarios; y de la idea de reparar como necesidad afectiva también, dotando a las cosas de un lugar en el mundo más allá del despilfarro.
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