La identidad que Borges dejó pendiente
Tienen interés muchas de las microscópicas anotaciones del maestro en las páginas en blanco de algunos de los libros de su biblioteca
No me había preguntado nunca qué había sido de la biblioteca personal de Borges –que otros llaman Biblioteca de Babel– hasta que hace dos años un amigo barcelonés, que no tiene relación alguna con la literatura pero le gusta aventurarse en territorios ajenos (cuando va a París se instala en el cuartucho de hotel de Jean Seberg y Jean-Paul Belmondo en À bout de souffle), me envió por whatsapp unas desconcertantes fotos que se había hecho en Buenos Aires con María Kodama y con la biblioteca personal de Borges al fondo. ¿Cómo había llegado hasta Babel? Pidiendo hora, me respondió.
Me dejó perplejo y, además, cargado de una envidia de la que solo ayer me resarcí cuando introduje triunfalmente en casa La biblioteca de Borges, de Fernando Flores Maio (paripébooks), un libro que al menos contiene un 5% de la biblioteca del maestro. En él las fotografías de portadas y las anotaciones de Borges son elementos principales. La selección de las portadas, nos dice Flores Maio, se hizo al azar, aunque es sabido que con el autor de Ficciones eso solo significa “nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad”. Tienen interés muchas de las microscópicas anotaciones del maestro en las páginas en blanco de algunos de sus libros. Una de ellas, inscrita en un volumen de T. E Lawrence, es una enigmática frase que nos crea la impresión de estar leyendo un fulgurante inédito del propio Borges: “Había una certidumbre en la degradación”.
Ayer, al introducir en casa ese 5% de Babel, me acordé del mejor texto breve que sobre el autor de Ficciones he leído en mi vida. Es un ensayo que Alejandro Rossi incluyó en Manual del distraído (la obra maestra que en nuestro glorioso país descatalogaron el año pasado). Basándose en la famosa tesis borgiana de que cada escritor crea sus precursores (a partir de Kafka, por ejemplo, somos capaces de detectar “características kafkianas”), Rossi especulaba con la idea de que, al transmitirnos sus cuentos, Borges pudo ser consciente de que andaba escribiendo las páginas que un día ejemplificarían –pálidamente– los rasgos de un escritor futuro. Puede que las escribiera como diciéndonos: soy, desde ahora, el epígono de un maestro aún inexistente y el representante de una escuela cuyo manifiesto desconozco, pues el que me definirá todavía no existe. Y puede que las escribiera también diciéndonos: no soy un precursor, más bien soy el material indeciso cuya forma y sentido será otorgado por otro.
Tal vez no anduviera nada equivocado Rossi. Si Borges es una presencia tan constante en la literatura de nuestro tiempo es en parte porque su “material indeciso” se halla en continua danza y ebullición, transformándose sin tregua al ser leído por nuevos lectores, lo que hace que le percibamos como una presencia radicalmente contemporánea. No por nada, nuestro a veces tan engañosamente familiar Borges –en realidad un misterioso “epígono de un maestro aún inexistente”– no cesa de ir al encuentro de la verdadera identidad de su obra.
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