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Cecil Beaton, el fotógrafo que tocó el alma de los mitos del siglo XX

La primera retrospectiva en España dedicada al gran retratista de la belleza y la elegancia inaugura la temporada de exposiciones de PHotoEspaña

Elsa Fernández-Santos

Fotógrafo, escenógrafo, escritor, pintor... Es inútil intentar encerrar el genio de Cecil Beaton (Londres, 1904 - Salisbury, 1980) en una sola disciplina artística. Su exquisita y aguda mirada fue más allá de cualquiera de los oficios que practicó. Recibió tres oscars a lo largo de su vida por la dirección de arte y el vestuario de películas que sin él serían impensables. En la más famosa, My Fair Lady (George Cukor, 1964), dio rienda suelta a tanto conocimiento y fantasía que sus decorados y vestidos han trascendido épocas, modas y gustos. Pero por encima de todo, la fotografía fue su más constante compañera y por eso la exposición que ayer se inauguró en las salas de la Fundación Canal dentro del programa de PHotoEspaña es una oportunidad única (jamás se le había dedicado una retrospectiva en España) para conocer el trabajo de un verdadero maestro del retrato y del encuadre. Beaton comprendió como pocos el valor profundo de la belleza y la elegancia, dos palabras que de tanto regalarlas hoy han perdido su verdadero significado, que él sí supo otorgarles.

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“Fue un hombre del renacimiento”, señalaba ayer una de la comisarias, Oliva María Rubio, mientras Joanna Ling, también comisaria y encargada del archivo del artista depositado en Sotheby's, explicaba la naturaleza compleja de un hombre que disfrutó de toda la gloria (en 1968 la National Portrait Gallery le dedicó la primera exposición dedicada a un fotógrafo vivo en un museo nacional británico) pero que siempre vivió lastrado por cierto complejo de clase.

Primeros pasos

Perteneciente a una familia de clase media, sus hermanas y su madre fueron en sus inicios las protagonistas de sus fantasías. Las disfrazaba y arreglaba para luego fotografiarlas en maravillosos escenarios imaginados por él. Juegos florales, tejidos locos y brillantes, fondos pintados, una visión teatral y ornamental de la vida que forjó su inimitable estilo. Fue en ese estudio casero donde aterrizó la poeta de vanguardia Edith Sitwell, que se convirtió en una modelo frecuente y en su primera mecenas. Ella y sus hermanos, Osbert y Sacheverell Sitwell, eran amigos de una figura que fue medular en la vida del fotógrafo: el joven, guapo y bohemio aristócrata Stephen Tennant, cuya hedonista pandilla, apodada Bright Young People, fascinó a Beaton. El amor por las mieles de la decadencia estaba al fin servido.

Autorretrato de Cecil Beaton en los años treinta.
Autorretrato de Cecil Beaton en los años treinta.The Cecil Beaton Studio Archive at Sotheby’s

Entre los 116 retratos reunidos en Madrid y bajo el título Cecil Beaton, mitos del siglo XX, hay iconos del cine, del arte, de la literatura o de la realeza. La lista es larga, de Marilyn a Picasso, Dalí, Gala, Francis Bacon, Henry Moore, Giacometti, Mick Jagger, Marianne Faithfull, T. S. Eliot, Chanel, Balenciaga, Stranvinsky, María Callas, Nureyev, Marta Graham, André Malraux, Sartre, Colette, Buster Keaton, Laurence Olivier, Anna Magnani, Katharine Hepburn, Leslie Caron, Gary Cooper, Avedon, Irving Penn, la reina Isabel de Inglaterra o la reina Sofía de España, entre otros muchos. Ningún retrato resulta obvio o repetitivo y sorprende la ternura de la mirada de un hombre que no tenía pelos en la lengua, y era temido por sus comentarios viperinos. Sus mordaces diarios ofrecen su peor cara: “Cocteau lo llamaba Malicia en el país de las maravillas”, recuerda Oliva María Rubio. Terence Pepper, experto en la obra de Beaton y responsable de la exposición que en 2004 organizó la National Portrait Gallery por el centenario del nacimiento del artista, excusaba ayer en Madrid esa faceta maligna del fotógrafo. “Cecil era muy alto y muy generoso, tenía muchos lados y yo siempre me quedé con los buenos”. Pepper ha prestado varias piezas de su propia colección para la exposición, entre ellas la revista Life en la que aparece el retrato de la niña Eileen Dunne, herida a los tres años por un bombardeo alemán y símbolo del fabuloso trabajo que Beaton hizo como fotógrafo de guerra.

Pasión por Garbo

Una de las imágenes más destacadas de la exposición es sin duda la de la actriz sueca Greta Garbo, protagonista de uno de los capítulos más apasionantes de la biografía de Beaton. Se conocieron en un viaje a Hollywood de 1932, pero no la fotografió hasta 1946, cuando Garbo necesitó unas fotos para su pasaporte y —así son las divas— pensó en él. Beaton, homosexual, estaba secretamente enamorado y aquella sesión era una ambición perseguida. Se reencontraron un año después, ambos estaban en la cuarentena y comenzaron un romance de fuerzas desiguales. Él quería casarse y ella no. Garbo, bisexual y de carácter retraído, mantenía una relación con la aristocrática y guionista de origen cubano Mercedes de Acosta. Beaton y Acosta entablaron una buena amistad. Pero Garbo, paranoica con su privacidad, acabó dinamitando ambas historias. Con Beaton el final fue especialmente triste. Vogue publicó unas fotografías que ella nunca autorizó y la actriz culpó al fotógrafo, al que jamás perdonó. Sobra decir que Beaton captó como nadie a la bella entre las bellas, y la serie de fotografías íntimas que le hizo representan una cima inalcanzable en la historia de la belleza.

Edith Sitwell, retratada en 1962.
Edith Sitwell, retratada en 1962.The Cecil Beaton Studio Archive at Sotheby’s

Beaton se paseó hasta la muerte con sus sombreros Fedora y sus cuidados y caros trajes. Su amistad era un privilegio para los jóvenes del Swinging London, con quienes era generoso. El fotógrafo David Bailey, que entonces salía con la modelo Penelope Tree, rodó en 1971 un impagable documental en el que, además de ver trabajar al maestro, se reúnen testimonios de coetáneos y amigos suyos. Uno de los mejores momentos es un diálogo entre el escritor Truman Capote y la editora de moda Diana Vreeland en el que discuten sobre la verdadera identidad de Beaton. “¿Acaso alguien lo sabe? ¿Acaso lo sabe el propio Cecil?”, se pregunta de forma retórica Capote. “Pues claro que lo sabe. Es un caballero inglés. Lo único que a Cecil le importa, y lo único que quiere ser”, responde Vreeland. Las paradojas del personaje afloran en la conversación, tan vanidoso como modesto, dice Capote, tan borde como educado, añade. “Es extremo”, zanja Vreeland, que mirando de reojo a Capote, añade, “elige de forma preciosa a sus enemigos”.

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Sobre la firma

Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’

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