Ermanno Olmi, la medida de lo humano
El cine italiano pierde uno de sus autores más imprevisibles, fallecido a los 86 años Ganó el festival de Cannes con 'El árbol de los zuecos'
Una iglesia a punto de ser desacralizada, con un párroco debatiéndose en soledad entre la duda y el desencanto, se convertía en el provisional refugio de un grupo de inmigrantes durante la larga noche que precedía a la entrada de la brigada de demolición en Il villaggio di cartone (2011), antepenúltimo largometraje de Ermanno Olmi que supuso su entrada final en nuestros circuitos de exhibición. Una obra áspera, humilde, extraña y cuestionadora que servía para entender la estimulante evolución de la obra de este natural de Bérgamo que, partiendo de la reformulación (o depuración) de los fundamentos del neorrealismo, fue abrazando progresivamente las posibilidades de la alegoría y la abstracción, sin perder nunca su mirada humanista de raíz cristiana. El fallecimiento de Ermanno Olmi el pasado 5 de mayo a los 86 años de edad en el hospital de Asiago, en el que había sido ingresado unos días antes, deja al cine italiano sin uno de sus autores más imprevisibles, portador de la memoria de ese momento clave, situado en la década de los 60, en que la herencia neorrealista se transformó, definitivamente, en otra cosa sobre el telón de fondo de la edad de oro de las poéticas de autor.
El arranque de una de sus películas más célebres I Fidanzati (1963) sintetiza la singularidad de su mirada: mientras se desgranan sus austeros títulos de crédito, la pista de un salón de baile en un barrio de Milán recibe a sus primeros clientes, un empleado acerca al pianista ciego hacia su silla, otros trabajadores lanzan polvo de tiza sobre el encerado, las parejas empiezan a ordenarse al son de la música… Una coreografía cotidiana de detalles tan nimios como reveladores que permite entender por qué el crítico David Thomson veía en Olmi a un autor capaz de superar la mirada sentimental de Vittorio De Sica y tantear la abstracción que distinguiría a uno de sus contemporáneos, Michelangelo Antonioni. Y, bajo la aparente ausencia de drama, el omnipresente tema del universo laboral como factor determinante en unas vidas que el cineasta nunca consideraba meras notas a pie de página de los procesos históricos: un puesto de trabajo en Sicilia separaba a los prometidos Giovanni y Liliana en esta película delicada, capaz de entender que un gesto sutil podía ser más elocuente que un aria operística. En El empleo (1961), su segundo largometraje de ficción y la película que supondría su gran revelación, el trabajo se convertiría en símbolo de la renuncia a las más elevadas aspiraciones personales y, de nuevo, determinaría la relación sentimental entre el protagonista y su interés romántico, una trabajadora en otro departamento de la misma empresa, descrita como helado purgatorio administrativo.
Olmi dio sus primeros pasos cinematográficos rodando películas industriales para la compañía Edison-Volta, en la que estaban empleados tanto él como su madre. Más de treinta documentales amparados por la firma energética le permitieron abordar su primer trabajo de ficción Il tempo si è fermato (1959), en el que la relación entre dos vigilantes de contrastadas edades en una aislada presa hidroeléctrica le permitiría sentar las bases de esa mística de lo humano que acabaría alcanzado su cúspide en su monumental obra maestra: El árbol de los zuecos (1978), galardonada con la Palma de Oro en el festival de Cannes. Fiel a esa fragmentaria manera de narrar que Bazin detectó en el neorrealismo rosselliniano, la película celebraba la dignidad de los campesinos de Bérgamo a finales del siglo XIX partiendo de la memoria oral de la abuela del cineasta y adscribiéndose al concepto formulado por el poeta Andrea Zanzotto de la transmisión cultural y afectiva como “susurro de las generaciones”.
Tan apegado a la cultura popular italiana que confió a Bud Spencer el único papel occidental en su excéntrica película de piratas chinos Cantando dietro i paraventi (2003) y se empeñó en que el premio al conjunto de su carrera en el festival de Venecia de 2008 le fuese entregado por Adriano Celentano, Ermanno Olmi, que en los 80 sobrevivió al grave Síndrome de Guillain-Barré, siempre presumió de mantener una relación más dialéctica que reverencial con el neorrealismo: frente a los repartos mixtos de los padres fundadores, su cine siempre privilegió al actor no profesional y mantuvo hasta el final la exigencia de considerar al ser humano como la única unidad de medida de su poética.
Babelia
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