Memorias de primavera
Mientras Occidente vibraba, en Buenos Aires en 1968 teníamos un dictador militar, conservador y obtuso. Nuestra insurrección tardó un año
En 1963, marcharon por Washington decenas de miles de personas con la consigna de trabajo y libertad. Ante ellos, Martin Luther King pronunció un discurso que hoy es famoso: Yo tengo un sueño. El movimiento negro recorría Estados Unidos desde Alabama hasta el norte y sus sectores radicalizados impugnaban la presencia de los blancos y de los reformistas. En 1964, los estudiantes de Berkeley ocuparon el principal edificio administrativo de la universidad. Joan Baez cantó allí Blowin’ in the Wind. En 1967, marcharon sobre Washington 300.000 personas contra la guerra en Vietnam. Ese mismo año hubo manifestaciones en Italia y Alemania, donde se denunció una sociedad integrada y burocrática. Poco después, el Mayo parisiense tensaba un arco juvenil hacia el futuro.
Por casualidad, escribo esta nota desde un lugar muy diferente: la República Checa. Su 68 comenzó en la gloria de creerse definitivamente libres y terminó con los tanques soviéticos. En ese momento, a los izquierdistas porteños nos interesaban más las manifestaciones de Praga que el jolgorio (que hoy envidio) de California. Éramos sólidamente antisoviéticos (por maoístas o por trotskistas) y, en consecuencia, la batalla por Praga nos parecía que iba a comprometer a toda Europa del Este y, quizá, provocar la caída de la autoritaria burocracia soviética. Praga era también un movimiento de jóvenes, pero sus bases intelectuales y políticas parecían más sólidas.
Los militares argentinos clausuraron el centro de arte y experimentación del Instituto Di Tella
Hace algunos años, subí al monumento al que, en 1968, habían trepado los estudiantes, y observé la gran perspectiva de la avenida desierta. Solo la conocía, cubierta de gente, por las fotografías de los periódicos. La Primavera de Praga fue bien diferente del verano californiano. En Checoslovaquia, un gobernante del Partido Comunista comenzó un proceso de reformas que creyó aceptables para la URSS. Se equivocó, la URSS no iba a tolerar tales reflejos independentistas. La plaza, que vi desierta en los años noventa, estuvo primero llena de manifestantes y, después, repleta de soldados del Pacto de Varsovia.
Pero ninguna reacción puede borrar los rastros materiales ni la memoria de una revolución cultural. Hace algunos años, yo viví unos meses en Berkeley, sobre Lincoln Street, a pocas cuadras del metro que me llevaba a San Francisco y a una sola estación de la universidad. Mi casa tenía un jardincito al frente, donde yo (debo confesarlo) me sentaba al sol a tomar mate. La vecina, una señora bastante mayor, miró mi actividad con desconfianza hasta que le expliqué en detalle que eso era el “té de los gauchos”. Se tranquilizó y, a menudo, me daba conversación por encima del cerco bajo que separaba su jardincito del mío. El día que me vio partir para un fin de semana en Los Ángeles, me dijo como si se tratara de la pirámide de Luxor: “Averigüe bien y no deje de visitar la casa de Ronald Reagan”. Se lo prometí, confiada en que podría responder cualquier pregunta sobre el asunto si buscaba fotos en la biblioteca (esto sucedía antes de Internet).
Cuando regresé de Los Ángeles, mi vecina estaba particularmente conversadora. Me habló de Reagan y, en un momento, como si el ramalazo del recuerdo fuera tan poderoso como ingrato y mezclara todo, me dijo: “Usted no sabe, pero Berkeley hace 20 años era un desastre”. Supuse que se refería a los estudiantes que habían ocupado los principales edificios de la universidad y acampaban allí en asamblea permanente. Pero no era eso, porque mi vecina se cuidaba muy bien de acercarse al campus. En cambio, me reveló el siguiente panorama de depravación: “Todo el mundo andaba desnudo por la calle, fumando marihuana el día entero”. La señora tenía, por lo que pude entender, un concepto claro del movimiento cultural hippy. Puse cara de horror, tratando de disimular la envidia que me producía no haber estado allí. Las hogareñas plantas de cannabis que todavía cultivaban algunos de mis amigos no podían suscitar ese vendaval de experiencias, de música y de ideas que fue el 68 californiano.
En Buenos Aires, donde yo vivía mientras Occidente vibraba, en 1968 teníamos un dictador militar, conservador y obtuso. Todo lo que puedo mencionar de ese año, que seguíamos por las noticias llegadas de París, es que los militares argentinos clausuraron el centro de arte y experimentación del Instituto Di Tella. Esa noche, los vimos llegar con la heroica misión de impedir que el público escribiera consignas en las paredes de una instalación del artista Roberto Plate, que simulaba ser un baño y proponía, con cierto ingenio, que sus paredes fueran intervenidas. ¿Quién de nosotros no quería dejar para la historia una consigna como las francesas, pero en las paredes de un baño porteño?
A nuestra insurrección tuvimos que esperarla un año. En mayo de 1969, en Córdoba, los estudiantes y buena parte del movimiento obrero salió a las calles durante días. Hubo enfrentamientos y los dirigentes sindicales (que tanto habían vacilado en apoyar a los estudiantes franceses) se sumaron a las barricadas. Para Argentina, había nacido la “nueva izquierda”.
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