Scorsese es un musiquero
La música pop forma parte integral del tejido cinematográfico del creador neoyorquino
Reviso el acta del jurado del Princesa de Asturias de las Artes 2018 y compruebo que, entre los méritos para justificar el premio a Martin Scorsese, no figura uno de los argumentos más evidentes: que este director es un musiquero.
Inútil buscarlo en el diccionario de la RAE: no existe esa palabra en el sentido que aquí usamos. Un cineasta musiquero entiende el poder de los discos y sabe aplicarlo a sus películas. Pero hay algo más que vampirismo: Scorsese resucita esas canciones al trocearlas y descontextualizarlas. Dejan de ser píldoras de nostalgia para recuperar su filo o revelar aristas inesperadas.
Piensen en Goodfellas y la narración del último día en libertad del protagonista. Mientras hace sus encargos (no todos ilegales), le ataca la paranoia del cocainómano: cree que un helicóptero le está siguiendo. De fondo, incrementando el ritmo cardíaco, se alternan Nilsson y Mick Jagger, The Who y los Rolling Stones, George Harrison y Muddy Waters. Cuando la policía hace su aparición, el espectador hasta siente alivio.
Está bien que esos detalles pasen desapercibidos para los ojos oficiales: difícilmente Scorsese hubiera conseguido semejantes bandas sonoras si hubieran sospechado que esas canciones eran esenciales para su arte. Cuando deslumbró al mundo con su tercera película, Malas calles (1973), todavía no estaba establecido el concepto de jukebox film, donde las canciones surgen en torrente, por intuición del director y/o lógica del guión. Scorsese convenció al mayor tiburón del negocio musical, Allen Klein, para que cediera dos de los temas que los Rolling Stones grabaron antes de 1971. Y Robert de Niro pudo hacer su aparición a cámara lenta, entre dos muchachitas, mientras Jagger fanfarronea en su papel de Jumpin’ Jack Flash.
La experiencia se descubrió provechosa para ambas partes. Desde entonces, Scorsese ha tenido acceso a los tesoros de algunos de los disqueros más intratables: Klein, Morris Levy, Phil Spector. Le ayudó, claro, el contar con su amigo Robbie Robertson, en funciones de director musical: nada convence mejor a un derechohabiente que comprender que el solicitante de una pieza tiene otras alternativas para esa secuencia.
¿Para qué sirven las canciones en el cine de Scorsese? Primero, sitúan la acción en el lugar y en el tiempo: es escrupuloso en evitar anacronismos musicales. Segundo, refuerzan el clima de la secuencia. Y nos dan pistas: en Casino, cuando se conocen Sam Rothstein (De Niro de nuevo) y Ginger (Sharon Stone), suena Love is strange, de Mickey & Sylvia; esa relación va a resultar tóxica.
Hablo, claro, de las películas de ficción. El documental de Dylan, No direction home, es un formidable trabajo de montaje: todo –incluyendo entrevistas- estaba rodado antes de que apareciera Scorsese. Lo mismo que Living in the material world, donde la viuda de George Harrison tenía la última palabra. También Shine a light, que presentaba a los Rolling Stones de 2006, nos llegó emasculado: un cineasta libre difícilmente habría obviado las contradicciones del momento, con los antiguos forajidos tocando a beneficio de la Fundación de Bill Clinton (y el gran valedor del grupo, Ahmet Ertegun, sufriendo una caída fatal en la zona VIP). Le concederemos el beneficio de la duda: nos debe el documental sobre los Ramones y no se me ocurre como podría dorar la píldora de semejante drama.
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