Jacobo Muñoz o la lucidez de la melancolía
El filósofo, experto en Wittgenstein, fue el alma de importantes iniciativas editoriales
Conocí a Jacobo Muñoz, fallecido a finales de febrero, casi recién instalado en Barcelona, a donde había llegado procedente de su Valencia natal para incorporarse al Departamento de Historia de la Filosofía de la UB, que empezaba a dirigir Emilio Lledó, quien también acababa de instalarse en Barcelona por aquellos años. Arrancaban los setenta y los tiempos estaban, a partes francamente desiguales, para el entusiasmo y para la desilusión. Aunque lo cierto es que, por más que los Cuéntame de todo tipo pretendan ahora transmitirnos otra imagen, fue aquel un período plomizo para la sociedad española, en el que a cualquier tímido intento de apertura seguía, casi inexorablemente, un decepcionante portazo.
La Universidad de Barcelona había dejado de ser el insólito oasis que era cuando entré en ella en el otoño de 1968. Todavía alcancé a vivir unos meses en los que la policía, en aplicación de antiguas normas, tenía prohibido el acceso al recinto universitario, de tal manera que los patios y vestíbulos de las facultades eran una fiesta de imaginación revolucionaria que contrastaba rotundamente con la sordidez y el miedo del exterior. Pero eso terminó al cabo de muy poco, y esos mismos patios y vestíbulos pasaron a ser de inmediato el escenario de cargas policiales y detenciones.
Jacobo Muñoz nunca se ilusionó en vano, ni se dejó deslumbrar por la pirotecnia post-68. Era entonces un comunista de una pieza, incluso en la indumentaria, muy de intelectual orgánico de la época (algunos la recordarán: americanas oscuras, jersey de cuello vuelto negro y cosas así). Trabajaba estrechamente con Manuel Sacristán, con quien había traducido para Grijalbo obras de Lukács (como Historia y conciencia de clase entre otras) y con quien preparaba para el mismo sello la traducción de las obras de Marx y Engels. Apenas había publicado cuando le conocí (recuerdo que, siendo yo todavía estudiante, me regaló, con indisimulada satisfacción, una edición de bolsillo del libro de Adam Schaff Ensayos sobre filosofía del lenguaje, al que había puesto un epílogo). Andaba muy ocupado escribiendo su tesis doctoral sobre Wittgenstein y preparando, siempre en Grijalbo, iniciativas editoriales extremadamente interesantes, como la colección "Teoría y realidad", algunos de cuyos títulos merecen hoy la consideración de auténticos incunables.
Desde el principio me llamó la atención su escaso optimismo, incluso en los raros momentos en que algún fugaz destello en la convulsa situación de las postrimerías del franquismo parecía invitar a ello. Conforme se le iba conociendo, tarea no siempre fácil, transmitía la sensación de estar habitado por una profunda melancolía cuyo signo guardaba para sí celosamente como el más valioso de los tesoros. Cuando, en la primavera de 2012, se le rindió un merecidísimo homenaje en la Universidad Complutense de Madrid, en la que fue profesor durante más de tres décadas, no faltó quien aludió, como clave biográfica para interpretar adecuadamente la trayectoria de Jacobo Muñoz, a dimensiones tempranas y poco conocidas de su quehacer intelectual, como la dirección de la revista literaria La caña gris en Valencia a principios de los años sesenta o sus pinitos como poeta.
Dudo mucho que el enigma tuviera una clave de resolución tan simple. Demasiado fácil para ser verdad. Aunque lo que sí es cierto es que la filosofía, en la que era un profesional más que competente, le proporcionaba una eficacísima armadura con la que blindar aquello que alimentaba su melancolía. Con todo, y no sé si siendo consciente de ello, la propia evolución de sus intereses intelectuales, sus tímidas incursiones en problemáticas que percibía como rupturistas o renovadoras (de Foucault al pensiero debole pasando por el neopragmatismo y otras tendencias y autores que iban irrumpiendo en el debate de ideas) parecían proporcionar una pista acerca del signo de la agitada batalla que parecía librarse en su interior. Porque a tales incursiones seguía, casi inexorablemente, un repliegue sobre lo que percibía como sus cuarteles de invierno filosóficos, a saber, Lukács, la Escuela de Frankfurt o Wittgenstein (los únicos lugares teóricos en los que para él valía la pena quedarse a vivir).
En realidad, Jacobo Muñoz hubiera deseado haber nacido en otro tiempo y en otro lugar. Ambos deseos, y no otros que se le pudieran atribuir, eran la auténtica fuente de su melancolía. Probablemente esa profunda y secreta extrañeza respecto a la realidad más inmediata que le había tocado en suerte vivir hacía que a su inteligencia, ya de suyo poderosa, se le sumara un a todas luces innecesario plus de lucidez. La suma le ponía muchos cuerpos por encima de tantos colegas, jóvenes y no tan jóvenes, pero presuntamente críticos todos ellos, que en última instancia solo buscaban (y buscan, que eso no se quita tan fácilmente) terminar encontrando confortable acomodo en lo que fingen criticar.
En el fondo, acaso esa haya sido la profunda paradoja que ha atravesado de principio a fin la trayectoria del autor de El ocaso de la mirada burguesa hasta constituirlo por completo, hasta definir su identidad teórica con rigurosa precisión: uno de nuestros mejores historiadores de la filosofía contemporánea, aquel que me regaló con generosidad las más afinadas herramientas teóricas para interpretar el presente en materia de pensamiento, nunca fue contemporáneo de sus coetáneos. Probablemente temía que, de conocerse su verdad, ello le colocara en una posición vulnerable. Debía ser esa la razón por la que a veces ponía tan difícil acercarse a él. Lo que tal vez nunca supo es que era precisamente esa íntima fragilidad la que le hacía entrañable.
Babelia
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