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El placer de matar

¿Hay algo terriblemente humano en acabar con una vida? Testimonios de algunos combatientes y de asesinos coinciden en explicar qué les lleva a apretar el gatillo

José Lazaro
Fusil de asalto AR-15, uno de los que fueron utilizados en la matanza de Las Vegas. 
Fusil de asalto AR-15, uno de los que fueron utilizados en la matanza de Las Vegas. Getty Images / iStockphoto

Hace 40 años, aproximadamente, un modesto comerciante de Lugo, aficionado a la caza, viajó a Madrid para realizar el sueño de su vida: contratar un safari en África. El gerente portugués de la agencia que lo organizaba le fue exponiendo las tarifas: por tumbar una gacela, tanto; por un león, tanto; por un elefante, tanto… En un momento dado, el cazador, que ya había establecido una cierta sintonía con él, le preguntó: “Y por cargarme un negrito, ¿cuánto?”. La respuesta, acompañada de una sonrisa cómplice, fue: “De eso ya falaremos cuando estemos allí”.

Entre los muchos temas que fueron eclipsados este otoño por la tragicomedia de los puigdemones está la impresionante matanza realizada en Las Vegas por Stephen Paddock el pasado 1 de octubre: casi 60 muertos y medio millar de heridos en un tiroteo desde lo alto de un hotel sobre la muchedumbre que escuchaba un concierto. En cuando se descartó la hipótesis terrorista, muchos periódicos comentaron, perplejos, que el móvil era desconocido y desconcertante. De Paddock se supo enseguida que tenía licencia para la caza mayor en Alaska y apostaba continuamente en los casinos grandes cantidades de dinero.

Por las mismas fechas se supo que habían sido más de 100 las víctimas mortales del enfermero alemán Niels Högel, y no seis como al principio se pensaba. A diferencia de Pad­dock, que se suicidó tras la orgía, Högel fue detenido y juzgado, por lo que pudo explicar el móvil: lo hacía por aburrimiento. La forma de combatir este sentimiento era una serie de excitantes apuestas consigo mismo: inyectaba a los pacientes una dosis letal de fármacos y unos minutos después empezaba a aplicarles maniobras de reanimación. Cuando sobrevivían sentía un intenso placer, pero cuando perdía la autoapuesta y el paciente moría se sentía muy triste. Reconoció que actuaba básicamente en busca de emociones fuertes, de esa extraordinaria tensión que le producía la incertidumbre del desenlace. De paso, los éxitos que lograba en el deporte que él mismo había inventado le permitían presumir ante los compañeros por su habilidad como reanimador de pacientes gravísimos. Una vez descubierto, Högel decidió seguir una de las más potentes supersticiones contemporáneas: pidió perdón a los familiares de sus víctimas y aseguró que lo sentía mucho.

Un miembro del equipo de Patton describió como “un espectáculo satisfactorio” el estallido de un avión

En las últimas décadas se ha publicado una ingente cantidad de testimonios sobre el placer de matar, al que las guerras suelen ofrecer barra libre. Libros como los de Joanna Bourke (Sed de sangre), Glenn Gray (Guerreros. Reflexiones del hombre en la batalla), James Hillman (Un terrible amor por la guerra) o Neitzel y Welzer (Soldados del Tercer Reich. Testimonios de lucha, muerte y crimen) han hecho fácilmente accesibles centenares de documentos, de los que unos pocos son aquí suficientes como muestra. Por ejemplo, el del soldado que describía a su novia la sensación de clavar la bayoneta en un cuerpo enemigo: “Cada uno al que le doy bajo las costillas me hace pensar en ti, querida, y eso fortalece mi brazo”. O el miembro del equipo de Patton que contaba: “Y hablando de cosas maravillosas, (…) lo más grande que he visto —y quizá también lo más hermoso y el espectáculo más satisfactorio que jamás he presenciado— fue un bombardero enemigo estallar en llamas por los aires junto con sus ocupantes al chocar contra la ladera de una montaña. Dios, fue magnífico”. O el piloto de guerra que presumía de sus hazañas: “Cuando uno se acercaba volando bajo, entonces ¡fiuuum, venga a disparar!, las ventanas hacían ruido y el tejado saltaba por los aires. (…) Una vez fue en Ashford. En el mercado, había una asamblea, montones de gentes que iban charlando, ¡vaya chorro que les cayó encima! ¡Qué divertido!”. Coppola sabía bien lo que hacía cuando filmó Apocalypse Now.

La ambivalente fama de Ernst Jünger procede en parte de la franqueza con que describió sus vivencias en la Primera Guerra Mundial: “Hervía con una rabia ciega que había tomado el control de mi ser y de todos los demás de una forma incomprensible. El abrumador deseo de matar daba alas a mis pies. (…) Un observador neutral quizás habría creído que nos hallábamos poseídos por un exceso de felicidad”.

Pero aunque dispongamos de una biblioteca entera con testimonios directos de excombatientes, parecen ser muchos más (no creo que existan estadísticas para saberlo a ciencia cierta) los que se refugian en un impenetrable silencio. Y testimonios como los citados obligan a preguntarse si el profundo silencio de muchos excombatientes se debe a que no quieren recordar el horror que vivieron o a que no quieren admitir ni ante sí mismos el extraño placer que sintieron al vivirlo.

Ese inconfesable placer sería algo así como el retorno del tatarabuelo troglodita oculto

Son varias actualmente las hipótesis que intentan explicar esos placeres crueles. Exponerlas requeriría bastantes páginas. Algunas son tan pintorescas que solo pueden haber nacido en los “cráneos previlegiados” de profesores universitarios en París o Chicago. Las razonables se pueden agrupar, muy esquemáticamente, en dos grupos.

El primero remite al sadismo como trastorno mórbido de un pequeño porcentaje de humanos. Es la hipótesis patológica, la que separa radicalmente a estos asesinos perversos de las personas sanas. A veces se confunde al sádico con el psicópata, pero este último mata sin placer, con la misma frialdad con que hace cualquier otra cosa, pues su característica definitoria es que ni siente ni padece. Sádico en cambio es quien obtiene un intenso placer al humillar, torturar o matar a otros.

El segundo grupo de hipótesis apuntaría al placer primordial de resucitar las huellas mnémicas que podría conservar nuestro paleoencéfalo desde los tiempos prehistóricos en que el homínido que todos fuimos disfrutaba la vivencia jubilosa del éxito en la lucha o en la caza, las dos actividades básicas de las que dependía la supervivencia. Ese inconfesable placer sería algo así como el retorno del tatarabuelo troglodita que todos llevaríamos oculto en lo más hondo.

Dicen sus practicantes que es muy distinto el placer de la caza mayor y menor. Se habla menos de que para algunos la mayor (y más placentera) de las cazas parece ser precisamente la caza humana. Y no escasean los datos y documentos que lo ilustran. La prevención es lógica, pues ese tipo de experiencias límite no son fáciles de mirar directamente. Y sin embargo, pese a la advertencia de Nietzsche, a veces es necesario mirar de frente al abismo, asumiendo incluso el riesgo de que el abismo nos mire. Porque si no lo hacemos podría ocurrir que acabemos cayendo ciegamente en ese desconocido abismo.

José Lázaro. Profesor de Humanidades Médicas en la UAM, coautor de ‘El alma de las mujeres’ y codirector de www.deliberar.es

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