Sokolov, un universo paralelo a la realidad
El pianista ruso volvió a fascinar ayer al público del Auditorio Nacional con otro recital inolvidable. Y van veinte
Con Grigory Sokolov en el escenario no hay tiempo ni espacio, tan solo música. A pesar de no conceder entrevistas, en 2016, el semanario alemán Die Zeit publicó unas declaraciones suyas relacionadas con el centenario de Emil Guilels, su ídolo: “Para el arte real no hay límites temporales ni geográficos”. Rechaza las identidades y las escuelas, pero también la objetividad: “La música es siempre subjetiva”, recalca. El pianista ruso (San Petersburgo, 1950) despliega cada noche su ceremonial. Esas maneras de mayordomo que combina con una estudiada oscuridad que favorece la escucha. La iluminación la pone Sokolov desde el teclado y la imagen se la dibuja cada uno en su cabeza.
Tampoco faltaron, al final, las seis propinas con las que suele obsequiar a su público. Toda una tercera parte del concierto, de casi media hora, que resulta muchas veces la más especial, con todo el público desperdigado por la sala sinfónica del Auditorio Nacional y la sorpresa de no saber lo que vamos a escuchar; Sokolov no habla y mucho menos presenta sus bises. Los inició con Chopin. Una versión exquisita e idealmente construida de la Mazurca op. 63 núm. 3, que culminó con ese canon a la octava convertido en una verdadera conversación. Siguieron dos fragmentos de las Nouvelles suites de pièces de clavecin, de Rameau: Los salvajes y La llamada de los pájaros, donde exhibió la cualidad casi metafísica que adquieren sus trinos barrocos sobre el teclado de un Steinway.
En la cuarta propina regresamos a Chopin, con el Preludio op. 28 núm. 15, quizá el momento más especial de la velada. La pieza, popularizada con el sobrenombre de “gota de agua”, parece representar, por medio de un acompañamiento de corcheas reiteradas, la lluvia de Valldemosa que tanto entristecía a Chopin, según George Sand. Sokolov ofreció una construcción hipnótica, aunque no opine lo mismo sobre la obra: “Lo importante aquí no es la lluvia sino el miedo. Chopin estaba muerto de miedo”, reconoció en la referida entrevista alemana. El pianista ruso se resiste a hablar sobre música –considera que es imposible–, aunque admite que todo arte es un modo de expresión natural: “Va por sí mismo. Existe. Es un universo paralelo a la realidad”.
GRIGORY SOKOLOV, piano. Obras de Haydn y Schubert. Ciclo de Grandes Intérpretes 2018 de la Fundación Scherzo. Auditorio Nacional de Madrid, 26 de febrero.
Todavía faltaron dos propinas más que mostraron el afán estructural de Sokolov incluso con los bises. La quinta fue el melancólico Vals núm. 2, de Griboyédov, que sirvió como transición al Preludio op. 11 núm. 4, de Scriabin. Esta breve pieza del compositor ruso metió el dedo en la herida, con ese doloroso y cromático tema descendente en la mano izquierda, pero también le sirvió para resaltar su homenaje a Chopin, al evocar el Preludio núm. 6, la otra “gota de agua” del op. 28.
El programa previsto, Haydn-Schubert, abundó también en conexiones bien planificadas, aunque también algo forzadas. Las tres sonatas del primero fueron interpretadas sin pausa alguna durante la primera parte. Casi una hora con tres composiciones en modo menor que muestran los precedentes que marcaron el advenimiento de Beethoven y Schubert. Sokolov empezó con una preciosista versión de la íntima Sonata en sol menor, Hob. XVI: 44, que dejó muy claro su serena regularidad con Haydn en los atriles, pero también su búsqueda del contraste, como en el trío en sol mayor del allegretto. La Sonata en si menor, Hob. XVI: 32 fue la más beethoveniana. El pianista ruso siguió con el mismo toque cristalino, pero ahora se apoyó en la admirable construcción dramática de la obra; desde lo apolíneo del inicio a lo dionisíaco del final, con ese martilleo del presto monotemático. Pero lo mejor fue aquí el minueto central al que dotó de una elegancia y contraste admirables; concedió todas las repeticiones e incluso añadió adornos propios en la segunda iteración del da capo.
La Sonata en do sostenido menor, Hob. XVI: 36 , de Haydn, resultó un nexo ideal con Schubert en la segunda parte. Sokolov se llevó la obra a su terreno para presentarla como una especie de compendio: el moderato inicial beethoveniano, más clásico el scherzando central y completamente schubertiano el minueto final; aquí resaltó incluso ese volátil trío escrito por Haydn en la inusual tonalidad de do sostenido mayor.
Pero Schubert volvió a marcar la diferencia. El enfoque global hizo realidad la idea de Schumann que veía los Cuatro impromptus op. 142 D. 935 como una sonata oculta en cuatro movimientos. Desde la serena concentración del primero hasta el mordiente demoníaco del último, pasando por el minueto del segundo y el tema con variaciones del tercero. Sonaron exquisitas en manos del pianista ruso las figuraciones marinas con detalles temáticos como náufragos, en el desarrollo del primero, pero también ese frenesí del furiant checo en el último. En Sokolov la atención a la estructura formal consigue dotar a sus versiones de toda la expresividad por encima del abuso del tempo o los contrastes dinámicos. Por esa razón, el juego coreográfico de las cinco variaciones sobre un tema de Rosamunda del tercer impromptu fue quizá lo mejor de la segunda parte.
Era el vigésimo recital de Sokolov en el Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo, desde su debut en 1996. Pero también un homenaje al escritor, crítico y editor Javier Alfaya, presidente de la Fundación Scherzo, fallecido el pasado 29 de enero. La gira de Sokolov por España, que arrancó el pasado día 20 de febrero en Alicante, culminará mañana miércoles en Barcelona.
Babelia
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