Sokolov nos hace convalecer
El maestro ruso sublima la música de Haydn, Schubert y Chopin en el ciclo de "Scherzo"
Los recitales de Sokolov requieren convalecencia porque sobreexponen a una suerte de patología estética. Percute su arte. Duele. Y se define, diagnostica, certifica, el síndrome de Stendhal en cada una de sus interpretaciones. Una radiación a la belleza provocan los conciertos del maestro ruso. Y la belleza conmueve, pellizca, y hasta erosiona, cuando la gravedad de un Impromptu de Schubert o un sublime Preludio de Chopin de propina modulan hasta las entrañas la experiencia sensorial.
Ni siquiera Sokolov es un pianista. Se ha convertido en un metapianista. Trasciende el instrumento, sobrepasa toda relación convencional y hasta técnica. El apabullante virtuosismo queda subordinado a la superación de todo artificio. Desaparece el piano, queremos decir. Y el sonido adquiere una extraordinaria ingravidez, sin desdoro de los pasajes telúricos ni de los momentos de inquietante oscuridad. Sokolov nunca está preso ni contenido entre las teclas y cuerdas del piano. Toca con la naturalidad con la que respira. La música se despoja de cualquier atadura. Adquiere una dinámica indescriptible, en su ligereza y en su hondura, en sus exploraciones cromáticas, en su solemnidad y dimensión lúdica. Dicen los franceses “jouer” en lugar de tocar. Y los inglese “to play”, en alusión al juego, a la desinhibición de Sokolov hecho niño.
Ha vuelto a suceder en la gira española. Ha ocurrido en el Auditorio Nacional en el ciclo de Scherzo. La incorregible tosferina de algunos espectadores aspiró a malograr la liturgia, pero las expectoraciones sucumbieron a la concentración del pianista y del público. Un pacto de silencio y de fervor al que se puso remedio con el estruendo liberador de las ovaciones finales.
Era la manera de evacuar la contención. Y de compartir la experiencia, hasta amortiguarla. De otro modo, corríamos el riesgo los espectadores de consumirnos en la propia agitación estética. Sokolov nos perforaba en su propia adhesión a la belleza y el dolor de la música de Schubert. La alegoría del “wanderer”. El placer de empezar un viaje. El desgarro de perderse en el recorrido.
Y estaba el piano perfectamente “iniciado”. Iniciado en el sentido trascendente, gradual, de la iniciación, precisamente porque las sonatas inaugurales de Haydn se antojaban el camino natural que predisponía el “pathos” de la música de Schubert. No es que Haydn fuera un pretexto ni una excusa. La transparencia del sonido, la naturalidad, la intensidad, “conspiraban” para otorgar vuelo a la primera parte del recital madrileño, pero Haydn era el antecedente que consentía alcanzar a Schubert, en la correlación de un linaje, en la celebración de una cultura.
Se explica así la revelación milagrosa del Impromptu con que se reanudó el concierto. Nos mirábamos los espectadores discretamente los unos a los otros buscando una respuesta a la incredulidad. Y contribuimos con un silencio “participativo” que concedía a la música toda la intención con que la habían alumbrado las manos de Sokolov en su ensimismamiento.
Es el metapianista. Y es el antipianista, precisamente porque el maestro ruso colisiona con todos los requisitos que impone la mercadotecnia contemporánea. Solistas de escote pronunciado y de piernas largas. Efebos lánguidos. Interpretes obscenos y hasta pornográficos en la exhibición de sus facultades. Androides chinos. Oportunistas de la sensiblería. Víctimas de la sociedad. Y peor aún, divulgadores que se obstinan en degradar la música a una lista de Spotify.
Sokolov es desgarbado, huraño. Parece un sociópata. Y no cuesta imaginarlo en el papel siniestro de fantasma de la ópera. Carece de todo carisma fuera del piano. Le gusta el fútbol y la pizza. Es verdad que atrae espectadores snobs. Y que a muchos de ellos les inquieta la posibilidad de un hombre torturado, pero el misterio de Sokolov es el misterio de la música. Explorarla desde la luz a la oscuridad -y viceversa- al abrigo de un humanismo conmovedor. Y doloroso. El arte duele.
Nada mejor que las ovaciones y los bravos para descongestionarse. Y no los agradecía Sokolov con las expresiones amables ni con los gestos. Lo hacía con su inventario de propinas -Rameau, Bach, Chopin, Scriabin.-, de forma que el concierto se prolongo dos horas y media. Y se sigue prolongando, porque escuchar a Sokolov supone una feliz convalecencia a la que sólo existe un antídoto y un remedio: Sokolov mismo.
Babelia
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