La felicidad mexicana de Artaud
El viaje del dramaturgo maldito a México en los años 30 y su decisiva influencia en el arte protagonizan una exposición en el Museo Tamayo
Antonin Artaud vino a México a segarle los pies a la civilización occidental, a colocar una bomba ahí abajo y volar por los aires los cimientos de la razón. Una supuesta razón que, encarnada en los psiquiatras franceses, taladró hasta el final a un esquelético Artaud con chutes de opio y sesiones de electroshock.
“Yo he venido a México a reemplazar una civilización por otra, a reaccionar contra la superstición del progreso, a buscar una nueva idea del hombre”, escribía al poco de llegar, mayo de 1936, en las páginas del diario El Nacional, recuperadas ahora por el Museo Tamayo en una exposición dedicada al periplo mexicano de uno de los grandes malditos, a sus fuentes y su impacto en el arte contemporáneo. “Estuvo apenas nueve meses —explica Andrés Valtierra, curador de la pinacoteca—, pero ese viaje ha sido un detonador inmenso de obras y reflexiones artísticas que gravitan alrededor de su universo”.
Cinco cuadros alargados y verticales, desenrollados como los antiguos códices mesoamericanos, muestran a pequeños humanoides danzando, haciendo contorsiones bajo rayos negros o despeñándose al vacío. Su autora, la estadounidense Nancy Spero, una de las exponentes del feminismo de los sesenta, estudió durante años la figura del dramaturgo francés, sobre todo, añade Valtierra, “sus descripciones poéticas de descomposición y fractura del cuerpo como metáfora de la construcción de la propia identidad”. En otra sala hay dos tambores de guerra mexicas tallados con forma de cocodrilo.
Cuando llegó a México ya había roto con el surrealismo. Mientras Bretón se empeñaba en casarlo con el socialismo, para él debía parecerse más a “las patadas del ser que dentro de nosotros lucha contra toda coerción, una interior resurrección contra todas las formas del Padre”.
En 1933 había escrito una pieza titulada La conquista de México, concentrada en la procesión funeraria de Moctezuma, que nunca llegó a representar. Dos años después sí subió a las tablas Los Cenci, uno de los primeros esbozos del teatro de la crueldad: sin apenas diálogos, muchos de ellos balbuceos o chillidos, vaciando la escena de lenguaje para dejar que hable el cuerpo como en una violenta danza primitiva. Aquello no duró ni dos semanas en la cartelera de París.
“Con ese fracaso —explica el curador— y ese anhelo por lo ritual llega a México. A diferencia de otros vanguardistas, más que la experiencia de la Revolución, él buscaba una experiencia cósmica o mística, creía que había una cultura ancestral anterior a la europea, un renacimiento de lo prehispánico y una expulsión de la cultura europea y cristiana”.
Los tres días que pasé con los tarahumaras fueron los más felices de mi vida
Malviviendo en la capital, vendiendo algún texto a los periódicos, buscando refugio en amigos como la pintora María Izquierdo o el escultor Luis Ortiz Monasterio, cansado de arrastrarse por las esquinas para comprar opio, decidió emprender un viaje a caballo hasta el norte, hasta la sierra de Chihuahua.
“No fui a México a hacer un viaje de placer, fui a encontrarme con una raza que pudiera entender mis ideas”, dejó escrito en Viaje al país de los Tarahumaras. La “raza-principio” que vivía en “la montaña de los signos”, donde “los grandes mitos antiguos vuelven a ser actuales” y “no existe pleitesía a un Dios” sino “al principio trascendente de la naturaleza” que une “las fuerzas del Macho y la Hembra, representadas por las raíces hermafroditas del peyote”.
El peyote, el cactus alucinógeno y sagrado para algunas culturas prehispánicas que ayudó a Artaud a “respirar un aire metafísico”, tiene su espacio en la exposición con la obra de Abraham Cruzvillegas, uno de los artistas mexicanos más internacionales. Su Taller de los viernes, de 2016, es una serie de cinco macetas con la planta mágica.
“Pasé dos o tres días con los tarahumaras. Pienso que fueron los días más felices de mi vida”. Ese es el título, Los tres días más felices de su vida, que eligieron Rometti Costales, una pareja de artistas franco-ecuatorianos, para montar unas pequeñas esculturas hechas con clips sobre fotografías de un joven Artaud. Una de ellas dibuja un círculo sobre su cabeza como el aura de un santo.
Con los labios hundidos en las mandíbulas, los parpados cerrados y unos pómulos a punto de reventar las mejillas. Así aparece un Antonin Artaud de bronce al comienzo de la muestra. Es su máscara mortuoria, cedida por los herederos de Jean Paulhan, editor y amigo que contribuyó al reconocimiento del autor de El teatro y su doble durante los últimos años de su vida. Pese al postrero éxito, encerrado en un laberinto de sanatorios, continuó su cruzada contra el lenguaje, se negaba a hablar y solo se comunicaba con el balbuceo de los locos y los personajes de sus obras.
También seguiría pintando hasta que murió en la cama, de una sobredosis en 1948. Sobre todo autorretratos. Los hacía con cerrillas quemadas o machacando el lápiz obsesivamente sobre papel. La exposición recoge uno del año antes de su muerte. Una cabeza gigante como un globo de helio, una maraña negra de pelos y un puño también gigante con el índice y el meñique extendidos, haciendo el gesto de los cuernos. Artaud como un cantante de heavy metal, 30 años antes de que se inventara el heavy metal.
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