La magia que emana de la aldea
‘Trinta lumes’, de Diana Toucedo, y ‘Con el viento’, de Meritxell Colell, indagan en los pueblos de una España rural que cada vez se ve menos en el cine
En mucha mayor medida que en el resto de los festivales internacionales, en la Berlinale se escucha bastante castellano. En el mercado europeo de cine, en los hoteles, entre la prensa y, por supuesto, desde la pantalla. En el certamen siempre se ha puesto énfasis en una programación cuidadosa con el cine sudamericano y que recogiera lo mejor del cine español de autor más radical, sin dejar de lado a creadores más populares, como el año pasado Álex de la Iglesia o en esta edición Isabel Coixet, cuya La librería se proyectó en una gala especial.
Coixet, por tanto, no está sola. Ayer en la Berlinale, en la sección Panorama, siguieron los pases del documental El silencio de los otros, de Almudena Carracedo y Robert Bahar, y se estrenó Trinta lumes, de Diana Toucedo. En el apartado Forum prosiguieron los aplausos para Con el viento, de Meritxell Colell, y solo falta el estreno, el martes también en Panorama, de La enfermedad del domingo, de Ramón Salazar. Como curiosidad, tanto Trinta lumes como Con el viento comparten la misma montadora, Ana Pfaff, responsable de esa labor en Verano 1993 y Niñato, y que también participa en Berlín en un programa del festival para promoción de talentos.
Y desde luego, Trinta lumes y Con el viento deben mucho de su interés al montaje, profesión con la que se ganan la vida sus dos directoras. “Mi película que nació desde la intuición, desde la cocción lenta, viendo qué podía ocurrir”, recuerda Toucedo, gallega afincada en Barcelona, sobre su segundo largometraje. “Tenía las ideas, pero rodé e investigué durante más de dos años, yendo a la sierra del Courel cada tres meses, para sentirme parte de su comunidad de habitantes”. La realizadora nació cerca de Vigo, en la costa, aunque ha rodado en la montaña a la búsqueda de un terreno probablemente más mágico, y seguro más recogido y encerrado. “Son gente hospitalaria, encantadora, pero también algo desconfiada por su aislamiento”. Con lo filmado realizaron varias estructuras durante año y medio... “Hasta que este verano estaba durmiendo y me desperté a las cuatro de la mañana con la primera voz en off de la película resonando en mi cabeza”, recuerda Toucedo, que a la semana se encerró a montar y salió con Trinta lumes acabada.
La directora quería jugar con dos ideas: la de rememorar las raíces de sus abuelos campesinos y la de hablar de lo sobrenatural. El título, traducible por Treinta fuegos, se refiere a que en la zona no se contabiliza la población por habitantes sino por casas, por el fuego del hogar. Y en toda la sierra solo quedan 30 niños, las almas de las familias. “Hay que reivindicar ese alma rural, aunque siempre desde un punto de vista gallego, que rehúsa, por ejemplo, describir la muerte como un fin, sino como una transición”. De eso va Trinta lumes, de la difusa frontera entre realidad y ficción en la vida en la aldea, con adolescentes abiertos a ecos mágicos y niñas que podrían estar soñando la película. “¿Por qué no podemos hablar de los espíritus? ¿Por qué no podemos cuestionarnos nuestra percepción? Nos han educado en la imposición de una única mirada”, se plantea Toucedo, lo que emparenta a Trinta lumes con Tren de sombras, de José Luis Guerín, o “con autores asiáticos como Apitchapong Weerasethakul o Naomi Kawase”, autores a los que no les tiembla el pulso en mostrar el diálogo “entre una espiritualidad nacida de la tradición y una modernidad que entiende lo fantástico desde lo terrenal”. O, en resumen de la cineasta, “como lo entiende un gallego”.
Vínculo con la tierra
Meritxell Colell (Barcelona, 1983) vivió un proceso similar con Con el viento. “Rodé muchísimo material, y el equipo se reía mucho de mí porque eran las actrices las que solían dar por acabadas las tomas, mientras que yo seguía por mi búsqueda de una aproximación documental”. También montadora para otros, también involucrada en que no se diluya en el olvido la España rural, Colell devuelve a su protagonista, una bailarina de 47 años residente en Buenos Aires, a su pequeño pueblo natal de Burgos tras la muerte de su padre para ayudar a su madre a la venta de la casa familiar. “Tenía mucha fe en el montaje, a sabiendas de que iba a iniciar la película con una narración muy fragmentada, en la que ni se ve juntos a los personajes, para ir llegando poco a poco al plano secuencia final”, recuerda.
Cada estación se muestra con un tiempo interior distinto, “un sonido diferente en cada época muy cuidado”, Colell fue y volvió a ese pueblo de seis habitantes a filmar ese cambio del paisaje. “Que sean mujeres quienes salen en pantalla se debe al reflejo de esas familias, con la idea de ahondar en el magnetismo de la madre, que nunca deja ir a su hija”, recuerda Colell, que pensó durante un tiempo en que su misma abuela encarnara a la matriarca, hasta que por su salud recurrió a una mujer de la zona: “El filme nació del impulso de retratar a una generación que está desapareciendo y que tiene un vínculo especial con la tierra”.
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