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CRÍTICA | 'CROSSING SOULS'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un cuento de la yaya

Con un crescendo emocional que ya quisiera Pixar para su 'Coco', 'Crossing souls' logra ser mucho más que un 'revival' ochentero oportunista

¿Pueden dos pequeños juegos indie españoles restañar la herida abierta que infecta a toda una industria? Pensar que sí es creer en milagros, pero todas las avalanchas empiezan por ese choque mágico de dos pequeñas piedras heladas. Crossing Souls (FourAttic, 2018), que se lanza hoy y viene firmado por el estudio sevillano de FourAttic, y The Red Strings Club (Deconstructeam, 2018) pequeña joya ciberpunk de la que ya hemos hablado y que firman los valencianos de Deconstructeam, son esas dos piedras que pueden propiciar la avalancha. Y pueden hacerlo porque abordan sus intenciones, diametralmente opuestas, de la misma manera: con honestidad y pasión.

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El videojuego vive enfadado. Decía Jordi De Paco, alma mater de Deconstructeam en una entrevista a 1UP, que parece que el mundo vive enfadado. Twitter ha prendido la mecha de una caza de brujas colectiva de consecuencias impredecibles y en lo que nada estar peor visto que quedarse en tierra de nadie. A un lado o a otro de la trinchera, pero nunca en el medio. En el caso del videojuego esa trinchera separa, teóricamente, a Gamergate (el colectivo racista que ansía retrotraer al medio al onanismo adolescente en que encalló con llegada de los FPS) y los indies, los creadores y periodistas que defienden una revolución cultural con el arte como bandera.

Yo mismo, en un análisis duro y sigo pensando que justo de Rise & shine, cargué contra un juego español de la escena indie por traicionar (de manera inconsciente) el propio movimiento cultural en el que estaba inmerso con ramalazos de machismo de piloto automático (y por tanto también inconsciente) y un gusto por la violencia hueca y descerebrada. Deconstructeam, a pesar de su hondura y representación de diversas maneras de entender las identidades sexuales, vitales y de género, recibía también el escarmiento de una poderosa cabecera internacional por caer en lo que a juicio del periodista era un imperdonable error hacia la comunidad trans. Para más inri, uno de los tres miembros del equipo pertenecía a esa comunidad.

Así que De Paco parece tener razón. Estamos enfadados y los del otro lado de la trinchera parecen unos salvajes, demonios sin rostro, turba infecta contra la que solo cabe la descarga de los fusiles.

Y de pronto llegan estos dos juegos españoles y la cosa parece atenuarse. Si uno juega con una cierta proximidad Crossing Souls y The Red Strings Club parece correr bajo ellos un murmullo, hastiado pero en nada irritado, que se reduce a una palabra: Basta. Sin signos de admiración. Simplemente, basta. Basta porque el videojuego tiene cosas maravillosas de su pasado gamer, momentos de frenesí y diversión pura al combatir a lomos de un tren mientras un robot gigante lo detiene con las manos o al cruzar a velocidad cuasi lumínica los neones de un casino en compañía de un zorro de dos colas.

The Red Strings Club y Crossing souls pueden ser las primeras piedras de la avalancha que lleve la paz al videojuego porque, precisamente, están en paz consigo mismos. No quieren imponer lo que son. Quieren celebrar lo que son. Y lo quieren hacer sin negar la existencia del otro.

Aterricé Crossing souls en las antípodas a cómo crucé las puertas de The Red Strings Club. La fascinación automática que me produjo el título de Deconstructeam se tornó en el titubeante prólogo de Crossing souls en un cierto hastío. Una sensación de ya visto, de superficialidad y poco esfuerzo. Sí, la música era buena, sí, los controles (en general), estaban pulidos, sí, el pixel-art tenía carisma y sí, las secuencias de animación más noventeras que ochenteras eran estupendas, pero... Pero nada nuevo bajo el sol. Es más, Crossing Souls parece en el arranque el primo acomplejado de Stranger things, el que te da codazos y guiños de complicidad pero lo hace sincopado, a destiempo, con el miedo del que no sabe si gusta o si gustará.

Y entonces, hora tras hora de juego, la oruga fue crisálida y, finalmente, deslumbrante mariposa. El trabajo de zapa de convivir con ese quinteto de protagonistas (el jugador, salvo en cruciales escenas narrativas, puede manejar a cualquiera de ellos) se iba calando un peso emocional. Los diálogos, que en los primeros compases me sonaron forzados o estereotipados, y sin que nada aparente cambiara en ellos, los sentí como genuinos y conmovedores. Al final resultaba que sí, que había algo en esos cinco chicos enfrentados a un misterio que ligaba, en una delirante ensalada, lo conspiranoico con la mitología egipcia y las historias de barrio. Que la jugabilidad estuviera siempre a la que salta con una sorpresa —ahora un nivel en bicicleta y después un viaje al pasado, y antes un jeroglífico para desenterrar un tesoro y luego un tenso vuelo en aeronave, y entremedias un beat'em up— complementaba el poso emocional con un implacable ritmo arcade.

Y entonces, cuando Crossing souls me tenía ya ganado, cuando me había creído y encariñado con sus personajes y su aventura de vibrantes y hermosos colores, vino el momento del puñal. Fourattic, en el gran hallazgo de su debut, la clava, literalmente, con sus giros de guion. Coge al jugador con el pie cambiado y lo obliga a vivir momentos realmente duros sin romper en ningún momento la coherencia interna. Al final, la verdadera esencia de Spielberg, que no es la superficie de buen rollo sino esas detonaciones de drama que le dan sentido a la comedia y la farándula, surgía del juego con la potencia de un geyser. El estruendo emocional resulta, literariamente, ensordecedor a medida que se alcanza el final. Y se dispara a las nubes en un epílogo mil veces mejor resuelto que esa película rutinaria que es Coco usando los mismos ingredientes: una abuela y su reencuentro con los colores de la infancia.

Crossing souls, parte por parte, está lleno de defectos. Su mecánica principal, el cambio entre personajes, no está justificada con el diseño desplegado. Realmente, en los capítulos que puede usarse a todos los personajes, apenas hay tramos en los que se sienta necesaria una combinación de los poderes genuinos a cada personaje. Son más bien problemas de puerta y llave que se resuelven fugazmente y dejan acto seguido el peso de elegir con quién vivir la aventura a una cuestión de simpatía del jugador. Los diálogos no son buenos; acaban funcionando como si lo fueran, por el corazón que late bajo ellos, pero no son buenos. Y la curva de dificultad no está bien ajustada, con actos que vuelan en un suspiro y otros que desquician sin que haya habido una progresión coherente de los unos a los otros.

Pero todos estos (muy numerosos) pequeños defectos importan bien poco. Porque Crossing souls, como Los Goonies, Stranger things o La pandilla alucinante, es una aventura. Y una aventura es mucho, mucho más que la suma de sus partes. Es un aroma, un recuerdo de lo irrepetible de ser un muchacho, tener amigos y ninguna cadena que comprometa el libre albedrío. Es una sensación en pasado, exactamente la misma que vive el personaje narrador en ese epílogo antológico. Y cuando FourAttic se tira el taconazo de fundir a los dos personajes, el joven y el anciano, antes del grand finale, mi corazón dobló su tamaño.

Sí, tal vez dos piedras es todo lo que necesita el videojuego para saber que puede ser hamburguesa y caviar y todo lo que hay entremedias. Que el olor a pachuli y sudor adolescente de las máquinas recreativas en los noventa era una magdalena proustiana futura. Que su capacidad de conmover mediante la agencia es comparable a muy pocas artes. Que, en definitiva, todo cabe en él, sin necesidad de elegir por lo uno o lo otro.

Crossing souls elige su camino y, a pesar de los baches, su bicicleta hacia lo que hizo la de Elliot. Vuela. Vuela, camino de la luna.

Vuela.

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