Literatura en páginas de píxel
'The Red Strings Club' es un ejercicio de pura narrativa que haría sonreír a un Cortázar. Su dimensión moral es un hito del medio
Me llamo Brondeis. Vivo en un futuro que tal vez jamás llegue a existir. Y ahora, en este instante, caigo. Caigo con mi cuerpo biónico muy cerca ya de la velocidad terminal, viendo bocabajo cómo crece esa celda de cristal y hormigón que esconde a Supercontinent Ltd. Pronto seré un charco de carne, hueso y silicio desparramado por las sucias aceras, mezclándome con el veneno que llueve de los cielos. Pero me quedan unos segundos, unos infinitos segundos para hablar con la persona a la que más amo: Donovan, mi querido barman, el titiritero de las cuerdas rojas. Llevo dentro de mí una verdad terrible que puede cambiar el curso de la historia. Llevo también todo el amor que siento por él. Y me toca decidir, en estos últimos instantes, si le diré lo uno o lo otro.
Este dilema, el primero y el último, que vertebra The Red Strings Club, es la experiencia subjetiva de uno de los personajes, narrada por mí en formato literario. Pero la experiencia que subyace, aunque tome la apariencia de videojuego, es también, en sí mismo, un ejercicio de literatura. The Red Strings Club, durante el par de horas que dura, es una breve novela sobre el amor, la moral, la felicidad colectiva y los peligros de la tecnología ciega. Lo es porque basa toda su fuerza en puntales literarios: personajes profundos, llenos de matices y contradicciones y una trama que los zarandea.
Muchas vidas pasan por la barra de Donovan, el bar-man filósofo que regenta el The Red Strings Club. Pero son tres las que centran el meollo de la trama, por más que la otra decena de individuos jamás se sientan como una excusa de guion, independientemente del peso que jueguen en la trama. Bourdois es un activista que colinda con el terrorismo y que quiere tirar abajo las estructuras de poder del presente por motivos muy parecidos al revolucionario V de Alan Moore: porque hay humanos para destruir y humanos para crear. Akara es una cyborg en constante aprendizaje e insaciable fagocitación de los significados del mundo y la interpretación que de él hace la raza humana. Y Donovan es como Diotima, la adivina de la que hablaba Sócrates, por boca de Platón, en El banquete. Hoy diríamos que practica el poliamor, esto es, el amor por todo y por todos. Este trío se las verá con una corporación a lo Facebook que persigue, como todas las entidades monolíticas, un sueño ajeno a la razón de consecuencias impredecibles: un sistema que anularía la posibilidad de ser infeliz.
El jugador es bombardeado incesantemente con cuestiones morales que orbitan sobre ese gran macguffin de felicidad infinita. Algunas son tan directas como una puñalada: Si podemos evitarlo tecnológicamente, ¿es permisible que existan la violación o el asesinato?. Otras son mucho más sutiles, y tratan sobre el posicionamiento ante la felicidad o la tristeza y el valor de los altibajos de la vida. En todas, el poder, es más, el deber de contestar está en manos del jugador. Pero en lugar por optar por respuestas neutras, para evitar el riesgo de disonancia entre lo que elige el jugador y lo que dice el personaje, De Paco arriesga y elabora literariamente argumentos para apoyar la decisión del jugador. Expresa, con las armas de la retórica aristotélica, aquello que el jugador elige sentir como poco. Hace, en fin, literatura.
En el destilado de The Red Strings Club juegan un papel muy importante la diversidad de sabores. Un vistazo a los símbolos y banderas más allá del mundo cisgénero pueden suponer un dédalo incomprensible para el que vive acostumbrado a lo binario. Pero todas ellas son, en realidad, simplificaciones de ese hecho mayor que es la incógnita de la identidad. Sus contradicciones y su fluidez. Todos los personajes de The Red Strings Club son memorables porque más allá de las certezas que han elegido sobre su sexo o su género arrastran muchas sombras, muchas piezas que no casan, oxímorons del alma que son, en esencia, epítome del ser humano en toda su variedad cromática.
Un último aspecto redondea esta obra memorable, que pone el listón muy alto en un año que se presume histórico, en el talento desplegado al menos, para el videojuego español. Y esto es la apuesta por lo artesanal. Las mecánicas accesorias de The Red Strings Club, porque la principal es la lectura (activa) y la reflexión, son un canto a la artesanía que vuelve a entrar en aparente contradicción con el mundo del videojuego. Al videojuego se le presupone como el artificio definitivo, el otro mundo más perfecto y brillante al que huir por estar asqueados de este. Es, por ende, lo contrario de lo artesanal, que consiste en ese estado zen de fusión con la arcilla, el metal o la piel curtida en aras de manifestar otra cosa a partir de lo real.
En The Red Strings Club se consigue que un videojuego sea un canto a la artesanía porque dos de sus mecánicas accesorias nos devuelven esa fisicidad impredecible del mundo. Hacer cócteles podía ser algo tan simple como elegir unas bebidas y proporciones, pero De Paco obliga al jugador a coger las botellas y verter el líquido con la imprecisión de lo real. Obliga a agitar la coctelera para mezclar el resultado. Quiere que toquemos sin metáforas, que sintamos lo físico en lo digital. El otro juego que aproxima la artesanía a los píxeles es de alfarería. Y es mi favorito porque con un cincel de cabezal variable se trabaja una pieza exactamente como un alfarero trabaja el barro al torno. Hay que ir quitando el material para encontrar la forma oculta y hay que hacerlo a pulso. Y aquí también encuentro la literatura, porque, como los grandes escritores, De Paco es capaz de evocar y capturar sensaciones complejas del mundo real y comunicarlas a quien juega con su obra.
Concluyendo, The Red Strings Club es una joya mucho mayor de lo que su minimalista planteamiento sugiere. Es un magistral rompecabezas de filosofía, amor por lo artesanal, preocupación por el destino colectivo y respeto por la intimidad de cada uno. Es un juego que habla al mundo desde España sin necesidad de apoyarse en lo exótico de lo español. Habla con la misma universalidad que siempre se han permitido para sí el mundo anglosajón. Y es una nueva demostración de que la literatura va mucho más allá del negro sobre blanco. Existe, incluso, en ausencia de la palabra, en manos de una alfarera cibernética que moldea deseos humanos.
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