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El ‘ciberpunk’ sonríe a la esperanza en un videojuego español

Filosofía, literatura, transhumanismo e identidad de género se mezclan en la nueva obra de Deconstructeam, 'The red strings club'

El ciberpunk habla de ciudades sucias y contaminadas. Habla del aislamiento, de la deshumanización en metrópolis que engendran monstruos nocturnos. Habla de lo artificial como indistinguible de lo natural. Del vacío existencial que se llena con un surtido cuasi infinito de psicotrópicos inoculados en cualquier órgano o extremidad. Sin embargo, la secuencia más recordada de la historia del ciberpunk habla de todo lo contrario: la belleza singular e irrepetible de cada vida. Es ese monólogo, a medias improvisado, que convirtió al Roy Batty de Rutger Hauer en inmortal gracias a sus "lágrimas en la lluvia".

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De Ridley Scott y Rutger Hauer, de las noches de lluvia londinenses que inspiraron al cineasta, damos un salto de latitud, longitud y tiempo que nos lleva a febrero de 2017, Valencia. Allí, hace apenas 24 horas, un equipo de creadores de videojuegos minúsculos, apenas tres personas, han alumbrado su segunda obra. Su nombre es The Red Strings Club (Devolver, 2017) y narra una historia ciberpunk en el que el valor de la vida y el respeto por cómo vivirla permea cada una de las decisiones del jugador. Es también, según la crítica de nuestra sección, un ejercicio de pura literatura aunque no haya páginas que pasar. Y en el día que lleva a la venta, ya ha sido aclamado por los medios más relevantes de la crítica internacional.

Al otro lado del teléfono, Jordi de Paco, joven diseñador que programa, escribe y dirige este título, habla de su peculiar e inesperado Gólgota. En 2014 cogió al mundo del videojuego español por sorpresa con Gods will be watching, un título minimalista que enfrentaba al jugador con tensas situaciones de supervivencia en el que cada decisión suponía un dilema moral trascendente y brutal. El juego, llevado en volandas por Devolver Digital —el publisher [equivalente a distribuidora cinematográfica o editorial literaria] norteamericano de más prestigio de la escena indie—, vendió más de 300.000 copias, según datos de Steamspy. Ganó un Goya del videojuego al Mejor Debut y fue nombrado como valuarte de una nueva generación de diseñadores españoles. Toda esa presión del éxito se trasladó a los hombros de un chaval de veintipocos.

"Lo que pasó es que nos vinimos arriba. Pensábamos que ya sabíamos hacer videojuegos. Yo hice lo que parecía el paso lógico, alquilar una oficina, ampliar el equipo de gente y ponerme a trabajar en un juego más grande", explica De Paco. La cosa no funcionó. Ese juego cadáver era Atticus, parido en compañía con otro diseñador indie de juventud y prestigio, Kevin Cerdá (RiME, Nihilumbra). Para el curioso, hay la posibilidad de jugar a su versión prototipo, salida de una game jam —los eventos culturales, a veces competitivos, que plantean la creación de videojuegos en un tiempo muy limitado y que suelen emplearse como laboratorio de ideas—. "Después de un año de curro, el juego seguía sin ser divertido. Nos tuvimos que enfrentar a la decisión de seguir metiéndole horas, o matarlo. Y decidimos matarlo. Después de eso, volvimos a ser tres personas".

La influencia de Punset

"La verdad es que me influyó mucho leer su libro El viaje a la felicidad. Me interesó mucho cómo profundizaba en cómo nos afectamos los unos a los otros. De ahí saqué el tema de usar neuronas espejo para la tecnología de mi corporación inventada y el plantear el dilema entra la felicidad individual y la colectiva."

Jordi De Paco, fundador y diseñador de Deconstructeam.

Pero ni con tres despegaba el vuelo Deconstructeam, a pesar de que su siguiente intento iba, precisamente, de volar. Repasando la cuenta de Twitter del estudio, no faltan los gifs de un juego de avionetas de estética encantadora que tampoco terminó de cuajar. "Nos pasó lo mismo. No venía de ningún prototipo, como Gods will be watching. Era una idea que tenía. Otro año de curro se esfumó y no sabíamos, como en Atticus, si llegaría a ser divertido". Así que la situación se resolvió en un par de palabras: marihuana y colegueo. En el Londres de Ridley Scott, para más inri, y con mal de ojo de por medio.

"Hemos cumplido una especie de profecía de la mala suerte. Gods will be watching era el prototipo número 13 y se transformó en nuestro primer videojuego largo. Después de él, hemos tenido que hacer 13 juegos más y fallar para encontrar The Red Strings Club", asevera De Paco. "El caso es que lo empezar a fumar porros es porque queríamos meterle un esprín a lo de la avioneta y claro, eso potencia la creatividad [risas]. Empezamos a hablar de por qué siempre acabábamos en esos fregados, metiéndonos en proyectos tan engorrosos. Hablamos también de que teníamos que sacar algo ya al mercado, porque el dinero de Gods will be watching se estaba agotando e íbamos a morir como equipo. Así que comentamos: 'Pues nada, vendemos tres juegos de jam que hayan funcionado en paquete y ya está'. Nos empezamos a reír, porque era evidentemente una broma. Pero de pronto empezamos a pensar cuáles serían".

El dedo del destino señaló a tres pequeños juegos en concreto, todos unidos por una estética ciberpunk. Un juego de alfarería en el que se modelaban los implantes para aumentar humanos. Un juego de hacer cócteles como un bar-man. Y un tercero de jugar al teléfono estropeado, de imitar la voz de una serie de personas y entrecruzar llamadas para extraer información. "Me preparé el diseño en una tarde, los llamé, emocionado, y nos reunimos en un bar londinense con Devolver al día siguiente". El publisher norteamericano, avispado como pocos para oler los éxitos (los juegos bajo su sello no suelen bajar nunca de las 100.000 copias vendidas), vio el bingo. 

Un año después, The red strings club ha abierto sus puertas. Y por ellas, camino de la barra de bar del titiritero Donovan, cruzan todo tipo de personajes de lo más variopinto en su identidad de género y sexual. Estamos en las coordenadas no binarias, en la explosión a veces indiscernible para el neófito, de matices entre la simplificadora bipolaridad del chico/chica. Pero no hay subrayados. El juego expone, de manera natural, este enorme abanico de vidas privadas. Algo que estaba en la agenda de intenciones, según su creador, desde el primer día: "No quería tratar estos temas, quería normalizarlos. Muchas veces, cuando se abordan estos temas en el mainstream, se opta por un tratamiento. Pero yo quería que estuvieran ahí de manera natural. Dicho de otra manera, que los personajes no giran ni definen sus acciones en relación a su sexualidad o identidad de género".

Esta representación ha tenido su primera polémica con respecto a la transexualidad. Waypoint, la sección de videojuegos de Vice, criticaba que el juego hiciera uso del nombre muerto, es decir, el nombre que una persona transexual recibe en su nacimiento y que marca la identidad de género con la que no se identifica, como artilugio narrativo en su desenlace. Una discusión en Twitter, en la que intervino el publisher Devolver Digital, apuntó a que la periodista que firma el artículo, Danielle Riandau, se encontraba hablando con uno de los desarrolladores del juego, que es transexual, para debatir con él acerca de esta, desde el punto de vista del crítico, controvertida decisión. Devolver Digital se ha quejado públicamente de que Waypoint haya optado por publicar ese titular y un tuit claramente polémico (Dont deadname. Ever. / No uses el nombre muerto. Nunca) para moverlo por redes sociales. La compositora del videojuego, transexual, ha publicado un hilo explicando su rabia por esta controversia, especialmente porque el equipo ha pretendido naturalizar la presencia de todo tipo de identidades de género y preferencias sexuales. 

Pero el tema central de The red strings club no es la pluralidad de vidas, sino la felicidad y el amor pero comprendidas bajo el crisol de la manipulación. "Me basé en mi experiencia personal. Y mi sensación desde 2016 es que el mundo se está yendo un poquito a la mierda, especialmente lo percibo en Internet. Mucho odio. Además, en lo personal, mucha gente cercana a mí ha empezado a tomar antidepresivos. Así que ha sido terapéutico tratar estos temas a través del juego". La corporación que funciona como macguffin de la trama, Supercontinent, se encuentra a las puertas, precisamente, de sacar una tecnología que permite a la humanidad ser feliz. Autoregula a los seres humanos para mantenerlos en un estado permanente de satisfacción. Una idea en la órbita de Huxley o K. Dick.

Minimalismo artístico

"En el juego puedes pasar mucho tiempo viendo la misma escena, así que creo que lo mas difícil fue hacer escenarios que no fueran demasiado monótonos ni agobiantes. Quería que cada uno tuviera un ambiente muy característico, que te sintieras diferente en cada localización. Para dos de los tres escenarios principales me basé en la versión de la ludum dare. El club por otro lado fue un poco más complejo porque no partíamos de nada y tenía que ser un lugar especial, un bar mágico atemporal en medio de un mundo ciberpunk. Ha sido después de muchas pruebas y cambios que he llegado a un resultado que creo representa lo que queríamos comunicar".

Marina González, artista de Deconstructeam.

El contrapeso a esta manipulación directa, al menos en apariencia, es Akara, un cyborg adoptado por el bar-man que va interrogando al jugador sobre dilemas morales a tenor de esta nueva y disruptiva tecnología. Llega a preguntarle directamente al jugador: "¿Está bien permitir la violación? ¿Debemos impedir, si podemos, cualquier asesinato?". Las respuestas permiten adoptar cualquier opinión tertuliana, aunque las palabras de De Paco matizan cada argumento para darles ethos, pathos y logos y demostrar que cualquier posición frente a las grandes preguntas puede ser sostenible con una argumentación robusta. 

Hay un último aspecto que hace singular a The Red Strings Club y Deconstructeam en general, el hecho de ser un videojuego creado en pareja. Jordi De Paco como creador narrativo y de diseño y Marina González, a cargo del arte. Hay otros ejemplos, como el de James y Michelle Silva de Salt and sanctuary o el de Amy Green y Ryan Green, coautores de That dragon cancer. Pero no deja de ser una situación creativa singular, que ambos dicen vivir como estimulante. "Creo que influye en que hay cosas que te las puedes tomar de manera muy personal, pero a la vez tener tanta confianza ayuda mucho en la parte creativa. Sobre los temas de The Red Strings Club hemos hablado mucho no solo entre nosotros si no entre los tres miembros del equipo. Y todas esas reflexiones y debates han afectado de una manera u otra a los temas que se tratan en el juego". De Paco coincide con este diagnóstico: "Todos los juegos que hacemos son un poco como hacer el amor. Es así de intenso. The Red Strings Club es lo que es por ese cúmulo de conversaciones y debates mientras pasa la vida, estando de fiesta, viajando o desayunando juntos por la mañana. Si fuéramos solo socios y la relación fuera extrictamente profesional y no vital, no creo que el resultado fuera el mismo".

Un pensamiento final de su creador con respecto a su obra y a los videojuegos en general: "Decimos muchas veces que los videojuegos ni son políticos ni incitan a la violencia. Pues claro que son políticos y que pueden incitar a la violencia. Un videojuego puede tener un efecto malvado. Pero también terapéutico. Lo que me gustaría es que quienes jueguen a The Red Strings Club lo vivan casi como un ejercicio de empatía. No les pido que cambien de opinión, pero sí que odien menos y sean menos extremistas en Internet. Porque son los extremistas, de todos los bandos, los que acaban enfermando sus causas".

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