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Fritz Thyssen: la desilusión del nazi de primera hora

Se publican las memorias del industrial que contribuyó a aupar a Hitler al poder y acabó perseguido por el Tercer Reich

De izquierda a derecha, de pie, Fritz Thyssen, su esposa y su yerno, el conde Zichy. Sentados, su hija, la condesa Zichy, y el hijo de ella, Fritz August, en Locarno, Suiza, el 3 de marzo de 1940.
De izquierda a derecha, de pie, Fritz Thyssen, su esposa y su yerno, el conde Zichy. Sentados, su hija, la condesa Zichy, y el hijo de ella, Fritz August, en Locarno, Suiza, el 3 de marzo de 1940. Bettmann (Bettmann Archive)

En el espacio anglosajón y germánico últimamente van aparecido memorias y análisis del comportamiento o de la responsabilidad de los grandes industriales de la época en la ascensión de Adolf Hitler al poder. En ese contexto la editorial Renacimiento publica ahora en España Yo pagué a Hitler, la confesión-exculpación de Friedrich, Fritz Thyssen, el heredero y jefe de un conglomerado de empresas mineras y de acerías con 200.000 empleados, miembro del consejo de administración del Reichsbank, jefe de la asociación de industrias alemanas, y amigo de Goering que financió al partido nacionalsocialista y persuadió a otros magnates de que hicieran lo mismo; cuando ya era demasiado tarde percibió la incontrolable naturaleza del movimiento, la denunció, se exilió en Suiza en los primeros compases de la II Guerra Mundial, fue despojado de su ciudadanía y de sus cuantiosos bienes y hecho preso por la Gestapo cuando, inconsciente de la inaudita celeridad con la que la Wehrmacht devoraba países, se hallaba en Bélgica, adonde había ido a despedirse de su madre enferma antes de partir hacia América.

Veterano de la I Guerra Mundial —aunque su permanencia en el frente fue breve gracias a una minusvalía pulmonar—, en 1923 se había convertido en un líder político y figura muy respetada cuando organizó en la Cuenca del Rhur (la principal región industrial de Alemania) la resistencia pasiva a la ocupación francesa en represalia por el impago de la deuda de guerra impuesta a Alemania en el Tratado de Versalles, y fue castigado con una temporada en cautividad.

Cuando conoció a Hitler, a principios de los años veinte, quedó fascinado por su energía y su fanatismo nacionalista. En aquellos años convulsos de inflación galopante, de revueltas comunistas y separatistas, de caos, “lo que más me impresionó fue el orden que reinaba en sus mítines, la disciplina casi militar de sus partidarios”. En 1932 se afilió al partido nazi.

La agresividad y la violencia de sus camaradas le debía de parecer un mal menor, y su antisemitismo una manía inoperante: “No tuvo prácticamente efectos inmediatos. Yo no creía que esta fuera una concesión al sentimiento público particularmente peligrosa. En mi país natal, las provincias del Rin, donde la población no es antisemita, semejante estupidez había provocado solamente burlas irónicas a costa de los nazis”. Thyssen estaba absorbido por la tarea que le había encargado el jefe de Gobierno de preparar un plan para la reorganización económica de Alemania, y esto sí era importante y significativo para él, no las parrafadas incendiarias de Mi lucha y de los discursos de Hitler, Goebbels y demás jerarcas nazis.

A posteriori cualquiera puede decir, sin riesgo a equivocarse y desde una posición moral que no ha sido puesta a prueba por los acontecimientos, qué es lo que hubiera debido y no debido hacer Thyssen y si no hubiera debido darse cuenta antes, como hicieron otros, de la estofa de la gente con la que estaba comprometido: es un ejercicio gratificante pero acaso sea mejor aquí abstenerse. A Thyssen, en su momento —y no sólo a él sino también a figuras del escenario político internacional, desde Chamberlain a Stalin— le dejó atónito la desenvoltura con la que Hitler traicionaba sus propias promesas, entre otras la de respetar la Constitución, formulada antes de asumir el poder en 1933.

Semejante inmoralidad tenía algo de irreal, de increíble. Thyssen alentó a Hitler a desarticular a los matones de las S.A., pero le horrorizó, según cuenta, la manera expeditiva en que el Führer eliminó el problema en 1934: con la célebre noche de los cuchillos largos, o emboscada y matanza de Ernst Röhm y la cúpula de ese cuerpo paramilitar que tenía tres millones de afiliados.

Exilio

En 1938, Thyssen, que en obediencia a las leyes raciales había despedido a sus empleados judíos, renunció a su puesto en el Consejo de Estado y elevó su estéril protesta contra la noche de los cristales rotos, o progromo contra los ciudadanos de etnia judía y destrucción de sus comercios. Enviaba a Hitler y a Göring, segundo hombre en el escalafón nazi, cartas virtuosamente indignadas contra la represión de figuras señeras del catolicismo disidente o la orientación de la economía hacia la guerra; su última manifestación de desacuerdo con el monstruo que él tanto había ayudado a crecer fue la invasión de Polonia, que estaba convencido de que significaba la guerra mundial y la derrota y desaparición de Alemania. Escribió una última carta de airada protesta: al hacerlo en tiempo de guerra incurría en el delito de traición, así que después de franquearla se metió con su familia en el coche y, pretextando una breve excursión dominguera al país vecino, se exilió.

En el exilio concedió una serie de entrevistas al periodista estadounidense Emery Reves, que las redactó en forma de memoria firmada por el mismo magnate del acero. Fue un éxito internacional. Según explica Juan Bonilla en el documentado prólogo de esta edición, que reproduce y completa con otros documentos la chilena de 1941, Reves era un hombre de escrúpulos relativos o con una idea personal de las prioridades, que no se preocupó de las consecuencias que la publicación de esta diatriba furibunda contra Hitler pudiera tener para Thyssen, entonces preso en Dachau. Pero Thyssen sobrevivió a la guerra, y a la desnazificación, recuperó parte de sus propiedades y murió en 1950.

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