Sin trampa, sin cartón
Vox Luminis ha ofrecido un concierto que debería enseñarse en las escuelas como un completo código de buenas prácticas
El mundo de la interpretación de la música antigua está lleno de trampas y cartones. Se camuflan con oropeles que envilecen el oro, pero son al cabo engaños y añagazas, desviaciones burdas y a veces aberrantes respecto del original a fin de domesticar la música para que resulte más digerible o, en la mayoría de los casos, para privarla de buena parte de su genuina antigüedad y mudarla en un producto más cercano a los gustos actuales. Muchos logran dinero, fama y premios de esta guisa, vendiendo sus productos como verdaderos mercachifles y haciéndolos pasar por lo que no son.
Universo Barroco
Obras de Schütz y la familia Bach. Vox Luminis. Dir.: Lionel Meunier. Auditorio Nacional, 31 de enero.
Pero hay, por fortuna, otros intérpretes que parten de las coordenadas exactamente opuestas, que anteponen valores diferentes al éxito fácil y que piensan que la música antigua, por tautológico que parezca, tiene que sonar antigua y no aflamencada, deconstruida o posmodernizada. Con doce cantantes, un organista y un violagambista, sin un solo aditamento innecesario, con una cuidadísima puesta en escena en los numerosos desplazamientos de los cantantes, aprovechando al máximo las limitadas posibilidades espaciales de la Sala de Cámara del Auditorio Nacional y poniendo de relevancia sus bondades acústicas, Vox Luminis ha ofrecido un concierto que, desde la confección de su programa hasta la última decisión relativa a la interpretación, debería enseñarse en las escuelas como un completo código de buenas prácticas. Y la respuesta final del público, con un entusiasmo solo atemperado por la adustez extrema de la música que acabábamos de escuchar, demuestra, para quien albergara alguna duda, que puede cosecharse un triunfo rotundo y legítimo sin desplegar el tapetito del trilero y confundir al respetable moviendo cubiletes que solo esconden humo.
Desde su entrada en la sala, cuando cantaron a cappella, mezclados entre el público, el coral de Lutero Mit Fried und Freud ich fahr dahin, hasta la propina final, el motete Unser Leben währet siebenzig Jahr, de Johann Michael Bach, el público quedó atrapado en la red minuciosamente tejida por Vox Luminis. Con músicos entregados, atentos, hiperconcentrados, viviendo cada nota que cantaban, cuidando cada detalle, puliendo cada entrada, delineando cada final de frase, fundiendo las voces como quien mezcla líquidos en un alambique, disfrutando manifiestamente con lo que hacen, con frecuentísimos cruces de miradas entre ellos (cantan sin director y en democrática comunión), sin un solo gesto rutinario, con la actitud que uno desearía encontrar en todos y cada uno de los intérpretes que se ponen delante de un público, las Exequias musicales de Heinrich Schütz conocieron una interpretación que cuesta imaginar más intensa, más veraz o más emocionante. Cada estrofa, cada frase, cada palabra, cada sílaba, cada vocal, cada consonante, cada acento del texto encuentra su correlato en la traducción musical. En los pasajes solistas, en los antifonales, en las constantes permutaciones grupales, en las secciones cantadas por el conjunto de la capilla (como la llama Schütz): todo avanza con fluidez, al tiempo que se mantiene constante, sin grietas y en un suave crescendo la concentración expresiva mientras el edificio va cogiendo altura. En la versión alemana del Nunc dimittis latino, la tercera sección de esta descarnada música fúnebre, oímos a esos tres “querubines” que cantan invisibles a nuestros ojos, haciendo así buena la indicación del compositor: “Con este chorus secundus el autor desea en cierta medida introducir y sugerir la dicha del alma bienaventurada incorpórea en el cielo, en compañía de los espíritus celestiales y de los sagrados ángeles. El primus chorus se coloca al lado del órgano, el chorus secundus alejado”. Y así se hizo.
Frente a esta música fúnebre, una selección de motetes de los antepasados de Johann Sebastian Bach, cuya música él mismo copió y compiló en su archivo personal para honrar a sus ancestros y para no olvidar nunca el origen último de su propio y descomunal talento. Entre una y otra pieza, Bart Jacobs tocó breves interludios organísticos basados en melodías de corales luteranos con objeto de llenar los tiempos muertos necesarios para que los cantantes se reubicaran dentro o fuera del escenario, pero también de conferir un carácter unitario a la segunda parte del concierto, convirtiéndola así en un correlato perfecto de la primera. También aquí se sucedieron los prodigios, con momentos memorables de la soprano Zsuzsi Tóth, o cuando las cuatro sopranos entonaron su cantus firmus desde la galería del órgano, o siempre que sonó la música de Johann Christoph Bach, al que Johann Sebastian veneraba y al que calificó en la genealogía musical de su familia de “compositor profundo”, un elogio imponente viniendo de sus labios. Lionel Meunier y su grupo cultivan también este adjetivo casi como un lema y, en un ejercicio de máxima concisión, la mejor manera de definir lo escuchado ayer en el Auditorio Nacional es definirlo simplemente como un “concierto profundo”. En el más completo y generoso sentido de la palabra.
Vox Luminis interpretó un programa prácticamente idéntico a este, en esta misma sala, en octubre de 2013. A ninguno de los presentes entonces les habrá molestado lo más mínimo la repetición. Es más, este es un concierto, una experiencia, que podríamos escuchar o vivir año tras año, mes tras mes, día tras día. Por la extraordinaria música que contiene, por la trascendencia de los temas que abordan sus textos (la vida encaminándose fatalmente hacia la muerte) y, no menos importante, por una interpretación que ha madurado y ganado enteros incluso desde entonces. Es, si cabe, más honda, más intensa, más auténtica: sin trampa ni cartón.
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