Schubert expresionista
La pianista Mitsuko Uchida ofreció un retrato estremecedor e hipnótico del compositor vienés, ayer en el Auditorio Nacional
En la biografía de Schubert, el año 1823 ejerce de parteaguas. Tras un desenfrenado ritmo de vida y trabajo, aquel otoño dio con sus huesos en el hospital. Comenzó a lidiar con los primeros síntomas de la sífilis, pero también con el fantasma de una muerte prematura. La fase secundaria de la enfermedad la pasó en casa de un amigo. Y, en marzo de 1824, nos lo encontramos con la cabeza rapada, con úlceras en boca y garganta, constantes dolores articulares e incluso molestias persistentes en el brazo izquierdo que le impedían tocar el piano. “Me veo como la criatura más infeliz y desgraciada del mundo –confesó en una carta–… alguien a quien la felicidad del amor y la amistad ya no tienen nada que ofrecerle sino a lo sumo dolor… cada vez que me voy a la cama espero no volverme a levantar, y cada mañana solo recuerdo el sufrimiento del día anterior”.
MITSUKO UCHIDA, piano. Obras de Schubert. Ciclo de Grandes Intérpretes 2018 de la Fundación Scherzo.
Auditorio Nacional de Madrid, 23 de enero.
La pianista Mitsuko Uchida (Tokio, 1948) ha decidido dedicar dos temporadas a recorrer las geografías pianísticas schubertianas por todo el mundo. Tocará la mayor parte de las sonatas completadas de Schubert (todas a excepción de la D. 459) a las que ha sumado la inacabada D. 840 conocida como “Reliquia”. Doce sonatas divididas en cuatro programas a razón de dos por temporada y con la referida idea del año 1823 como parteaguas.
En el primero de los programas, que tocó ayer en Madrid como apertura del Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo, colocó la gentil Sonata en la mayor D. 664, datada posiblemente en 1819, entre la desesperada Sonata en do menor D. 958, escrita pocas semanas antes de morir en 1828, y la serena e intensa Sonata en sol mayor D. 894, de 1826. En el segundo programa, que tocará el próximo lunes en Luxemburgo, la pianista japonesa utilizará la encantadora Sonata en si bemol mayor D. 575, de 1817, como pórtico de las introspectivas sonatas en La menor D. 845 y en Re mayor D. 850, ambas de 1825. El lema que ha inspirado este proyecto lo anota la propia Uchida en la portada de su web oficial: “La música de Schubert está entre la vida y la muerte”.
Ese camino intermedio entre la vida y la muerte lo encontramos también en el poema Franz Schubert: una conferencia de prensa, de Adam Zagajewski. Un estremecedor retrato de la compleja inocencia del genio que se enfrenta, al margen del romanticismo, con el desamor y la muerte. Ese es, precisamente, el enfoque que ejerce Uchida sobre las inhóspitas y apacibles sonatas de Schubert. Abrió su recital sin contemplaciones con una lectura áspera y ardua del allegro inicial de la Sonata en do menor D. 958 . Una versión arriesgada y trepidante. Pero también llena de gradaciones dinámicas y significado para cada silencio escrito por el compositor. Lo primero quedó todavía más claro en el crepuscular adagio y lo segundo fluyó idealmente en el menuetto; ese poder que tienen las pausas cuando se dialoga con la muerte. La impetuosa tarantela del allegro final sonó menos convincente y sin hechizo en sus diferentes episodios, como en el fantasmagórico y cromático en do sostenido menor.
El contraste con la lírica y veraniega Sonata en la mayor D. 664 fue muy interesante. Lejos de subrayar la oposición entre las dos vertientes de Schubert, antes y después de la sífilis, Uchida las integra. Y plantea esta sonata como una mirada al pasado. En el allegro moderato subraya precisamente esas violentas escalas en octavas del desarrollo; muestra el lado más mugriento de la supuesta elegancia vienesa que tiene la obra. El andante fue uno de los momentos mágicos de la noche; un engarce ideal de pureza, encanto y conversación. Y en el chispeante allegro final, la pianista volvió a cargar las tintas sobre los episodios más febriles y contrapuntísticos; la felicidad como espejismo.
Pero lo mejor del recital llegó en la segunda parte con la Sonata en sol mayor D. 894. Uchida creó un ambiente intemporal y contemplativo en el molto moderato e cantabile inicial; aquí la repetición de la exposición aportó nuevas luces a la obra y hasta las puntuales notas erradas en algún acorde encajaban dentro de un fascinante discurso musical. El efecto hipnótico de los veinte minutos del primer movimiento, con todas sus tensiones y distensiones, dio paso a un volátil andante donde Uchida subrayó los juegos de modulaciones. El menuetto arrancó lento y pomposo, incluso con alguna imprecisión, pero donde se produjo el momento más maravilloso de la noche: el trio que Uchida elevó hasta lo inolvidable. El allegretto fue una refinada y desgarbada fiesta melódica donde la pianista volvió a mostrar su dominio de la sonoridad de su instrumento.
No hubo propina, aunque en su recital londinense regaló el Langsam de las Seis pequeñas piezas op. 19, de Schönberg. Habría sido el colofón ideal para este maravilloso Schubert expresionista.
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