Las extrañas parejas
El concierto fue muy gris desde el podio y con una orquesta de ensueño sobre el escenario
Cuesta entender tanto el emparejamiento de obras como la secuencia elegida por Gustavo Dudamel para este concierto. Para empezar, el Adagio de la inconclusa Sinfonía núm. 10 de Mahler, epígono postrero del sinfonismo decimonónico centroeuropeo, un movimiento del que Deryck Cooke, autor de la versión completada más difundida de la obra, escribió que se hallaba en un estadio tan avanzado de composición que “puede tocarse prácticamente tal y como está”. Tras el descanso, la Sinfonía Fantásticade Berlioz, de la que Robert Schumann, en la crítica más larga que jamás escribió, afirmó en 1835, cinco años después de su estreno, que primero le produjo sorpresa, luego horror y, por último, asombro y admiración. Todo ello comprensible.
Se trata, sin duda, de una extraña pareja sinfónica: una agónica e introvertida, la otra desmesurada y expansiva, reconcentración frente a desafuero, un hombre con el cuerpo herido de muerte y desgarrado espiritualmente precediendo a un joven audaz y presa de un amor efervescente. Pero también en el escenario convivían dos ideales enfrentados: un director del Nuevo Mundo, muy pendiente de su imagen mediática y revestido de modernas asociaciones extramusicales, al frente de una orquesta camino de ser bicentenaria, la menos globalizada del planeta, la apoteosis de la tradición: si aún queda algún vestigio de la vieja Europa, este es, sin duda, uno de ellos.
FILARMÓNICA DE VIENA
Mahler: Sinfonía núm. 10 (Adagio).
Berlioz: Sinfonía fantástica. Orquesta Filarmónica de Viena. Dir.: Gustavo Dudamel. Teatro Real, 13 de enero.
Nada más ocupar sus atriles los instrumentistas, se acumulan los pequeños detalles para la vista: un puñado de mujeres en medio de una nube de hombres; ni un solo asiático entre sus filas; instrumentos de repuesto discretamente colgados del atril detrás del concertino y de los solistas de las secciones de segundos violines y violas (por si surge una contingencia que casi ninguna otra orquesta se molesta en prever); instrumentos de madera y metal con sus propias especificidades organológicas, intrínsecamente “vienesas”; maestros y discípulos (y aun padres e hijos) codo con codo en los atriles; en la lista de músicos, apellidos que parecen sacados de un listín telefónico del Imperio Austrohúngaro. El pasado pesa como una dulce losa irrenunciable.
El Adagio de Mahler necesita unas manos redentoras que disimulen todas sus carencias materiales (faltan claramente notas) y espirituales. No lo fueron las de Dudamel, que dirigió una versión huera e insulsa, sin explotar la disposición antifonal de primeros y segundos violines. Apenas hubo contacto visual de la orquesta hacia el director, y eso es un síntoma fatal. La Fantástica pide también a gritos una mente rectora que exprima todo su potencial sorpresivo y desestabilizador y que trate a la orquesta como un pedazo de plastilina infinitamente maleable y multicolor. Nada de esto hizo tampoco el venezolano en los dos primeros movimientos, de nuevo planos y anodinos. Mejoró notablemente en el tercero —quizá lo mejor del concierto— y la planicie volvió a instalarse en los dos últimos, con tubas en vez de los oficleides originales. El Vals del Divertimento de Bernstein (que dirigió a esta orquesta en el Teatro Real en 1984 de manera inolvidable) y la polca Winterlust de Josef Strauss pusieron fin a un concierto muy gris desde el podio y con una orquesta de ensueño sobre el escenario. Extrañas parejas.
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