Lo que debemos a los nazis
Publicar los panfletos antisemitas de Céline es una forma de recordar que nos conciernen
El horror caduca antes que la belleza. En agosto de 2009 la princesa Mette-Marit viajó a Presteid, un pueblo a 1.500 kilómetros de Oslo. Se cumplían 150 años del nacimiento de Knut Hamsun, premio Nobel de Literatura en 1920, y la futura reina de Noruega fue la encargada de inaugurar un espectacular Centro Hamsun diseñado por Steven Holl. Todos los honores parecerían pocos para recordar al escritor noruego más universal después de Ibsen si no fuera porque el homenajeado dejó dos piedras en nuestros zapatos. Una de ellas es el elogio fúnebre que en 1945 dedicó a un “guerrero de la humanidad” que acababa de suicidarse: Adolf Hitler. Certificada la derrota alemana, nadie podía acusarle de oportunismo como cuando regaló la medalla del Nobel a Goebbels o celebró la ocupación de su propio país: cinco años bajo el yugo nazi.
Mette-Marit y las autoridades que la acompañaban conocían de sobra el pasado de un novelista apestado y popular a partes iguales. Su popularidad es la segunda piedra. En 1890 Hamsun publicó Hambre, una de las novelas más influyentes de las letras contemporáneas. De Kafka a Thomas Mann pasando por Bukowski o Paul Auster, la lista de sus admiradores ilustra su influencia. Por el lado hispánico habría que añadir a Juan Rulfo, que llegó a sostener que toda buena literatura venía de Escandinavia. Si pensamos en lo que debemos a Rulfo caeremos en lo que debemos a Hamsun.
Ni que decir tiene que el museo de Presteid recuerda a su ilustre patrón sin que las luces de su obra oculten las sombras de su vida. Su mera inauguración supuso la reconciliación con la mitad buena de un artista incómodo al que, terminada la guerra, le aplicaron la cómoda teoría del mal irracional: fue enviado a un psiquiátrico.
El modelo noruego, sin embargo, no parece de importación fácil. Tardaremos en ver a la primera dama de Francia, profesora de literatura, inaugurando un centro de estudios con el nombre de Louis-Ferdinand Céline. Ha bastado el anuncio de que Gallimard publicará este año sus panfletos antisemitas para que se reactive la polémica en torno al mejor escritor francés de su tiempo (junto a Marcel Proust). “Si el fascismo y el comunismo solo hubieran seducido a los imbéciles habría sido más fácil librarse de ellos”, afirmó, en una frase célebre, Jean-François Revel. Si Céline solo hubiera escrito el ramplón y vomitivo Bagatelas para una masacre podríamos vomitar y quedarnos tranquilos. El problema es que escribió también una obra maestra: Viaje al fin de la noche, insuperable retrato de los tiempos modernos. Que se puede ser genial y monstruoso es ya un lugar común. Lo importante es que el genio no maquille al monstruo. Ni viceversa. Por eso Gallimard ha escogido la mejor manera de tratar lo execrable: una edición crítica. Convertir en historia lo que hasta ahora solo era pasto de la propaganda o de la indignación no es una forma de celebrarlo sino, bien al contrario, de evitar que se olvide. Y de evitar que, pasado el tiempo, el antisemitismo de Céline parezca tan remoto como el de Quevedo, es decir, algo que no va con nosotros.
Babelia
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