Los últimos del Sáhara
Exotismo, esperpento y aventura tiñen los recuerdos de los últimos reclutas que estuvieron en el antiguo protectorado español de Marruecos
Cuando me enteré que me había tocado hacer el servicio militar en el Sáhara me arrepentí de no haber pedido más prórrogas de estudios. En aquel momento no podía saberlo, pero retrasar un año mi incorporación a filas hubiera significado no ir al Sáhara. El mío fue el último reemplazo que cumplió todo el tiempo de mili en el territorio antes de la evacuación general. Llegué en octubre de 1974 y me licencié en diciembre de 1975. Faltaban pocas semanas para que el Ejército español y el resto de los civiles que aún quedaban en el territorio abandonaran a su suerte y para siempre el Sáhara español, que era, ni más ni menos, “una provincia tan española como Cuenca” (Carrero Blanco dixit).
Las batallitas de la mili suelen ser aburridas por repetitivas, anodinas y sabidas por todos los que cumplieron sus deberes militares en cuarteles. Pero las que narran lo que sucedió en el Sáhara en aquellos años convulsos rozan el surrealismo. Tienen una imposible combinación de exotismo, esperpento, aventura, hito histórico y resistencia humana poco usuales. Con el paso de los años se ha ido reforzando la sensación de que tuve suerte cumpliendo la mili allí. Y he comprobado que es algo que tenemos en común todos los que pasamos por aquel desierto, hasta el punto de crear asociaciones de veteranos con el fin de compartir la memoria colectiva del Sáhara.
Mi afán de documentarlo todo me llevó a realizar miles de fotografías de todo tipo de personajes, paisajes y situaciones, tanto del entorno militar como de la vida cotidiana en El Aaiún, donde estuve destinado. Nikon, Tri-X y Kodachrome, una terna mágica para crear un archivo de imágenes insólitas que, junto a mi innata disposición para guardar objetos y documentos, generaron un bagaje sahariano cuya recopilación permite hoy rememorar visualmente aquella época.
El Ejército de entonces, especialmente el destinado en el Sáhara, no actuaba con la eficacia profesional del actual. Los oficiales hacían lo que podían con unos soldados víctimas de un clima implacable, de la nostalgia por la lejanía del hogar y, a partir de cierto momento, del miedo a un enfrentamiento bélico. Entre las muchas permisividades, inimaginables en la Península, estaba la del vestuario. Cada soldado tuneaba su uniforme para darle un toque personal, y ladeaba la gorra hasta posiciones chulescas que se plasmaban en la foto de rigor enviada a la novia y a la madre. Los oficiales más formales se quejaban increpando a los soldados para no parecerse al “ejército de Pancho Villa”, pero era inútil y se dejaba hacer. Bastante duro era estar allí como para hilar tan fino en cuestión de formas.
El ambiente resultaba de lo más exótico para los soldados que llegaban sin haber salido nunca antes de su pueblo (en aquellos años se viajaba poco). Con frecuencia un piquete de camellos desfilaba por las calles de El Aaiún como en una cabalgata de los Reyes Magos, con la diferencia de que los jinetes iban armados y no tiraban caramelos. Los legionarios, con la cabra encabezando el desfile con paso marcial, eran un atractivo para la población que asistía al espectáculo con devoción. El zoco tentaba a todos con una oferta tecnológica sorprendentemente avanzada y libre de impuestos.
Cuando la situación se complicó y el fantasma de la Marcha Verde cobró forma en las pesadillas colectivas, la incertidumbre y la falta de información generaron cierto descontrol, que en ocasiones produjo situaciones surrealistas. Una de las que viví fue la visita de unos técnicos franceses que tenían que supervisar las AML (Auto Mitrailleuse Légère) que se reparaban en mi cuartel (Base de Parque y Talleres de Automovilismo). Como estaba destinado como traductor me tocó recibirlos, e ir transmitiendo lo que decían los oficiales que iban entrando y saliendo en la salita de recepción donde esperaban la llegada del comandante de la base. Con escasas variaciones, cada oficial presentaba un futuro inmediato desolador y dantesco, acompañaba la descripción invitando a una ronda de whisky y desaparecía de escena dejando paso al siguiente. A la cuarta ronda mi francés dejaba mucho que desear, pero no importaba, los técnicos horrorizados por las apocalípticas visiones habían consumido el doble de alcohol que yo. Cuando llegó el comandante, me fui prudentemente tras farfullar las oportunas presentaciones, aunque me hubiera gustado asistir al encuentro.
En otra índole de experiencias extrañas, la actuación en dos cuarteles de El Aaiún de una compañía de striptease, enviada desde Barcelona por el propietario del cabaret Mr. Dólar para levantar la moral de la tropa, causó conmoción entre los soldados, que tuvieron la fortuna de poder asistir a tan extraordinario espectáculo que en la España peninsular aún tardaría unos años en ser algo habitual.
Cuando llegó el momento de licenciarse y de regresar a la cotidianeidad teníamos sentimientos encontrados. Naturalmente primaba el deseo de volver a casa, pero una traidora sombra de nostalgia amenazaba con tono agridulce. Teníamos el presentimiento de que jamás volveríamos al Sáhara español. Especialmente cuando, el día antes, habíamos visto cómo un grupo de oficiales marroquíes se instalaba en el Parador Nacional de El Aaiún y se paseaba por la ciudad mirando con altivez a los militares españoles. Habían ganado una guerra que no llegó a estallar.
Xavier Gassió es autor de ‘Sáhara español. El último reemplazo’, que acaba de publicar la editorial Arzalia.
Babelia
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