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Corrientes y desahogos
Columna
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Crear o viajar

Lo que resuena igual a lo ya visto, lo que resuena como una musiquilla pegadiza a sí, tiene pocas posibilidades de ser arte.

Viajar es la forma más segura para ganar tiempo al tiempo. En una parte es así porque damos rodeos que demudan la cronología. Pero, de otra, el viaje se convierte en tiempo a través de una rara martingala. Siempre que viajamos los periodos son más largos, cada vez que nos distanciamos de lo común el intervalo se ensancha.

Según esta fórmula se organizan los bienes del arte y la pintura. Gracias a pintar el autor se pinta y se repinta. Cortejamos con el mundo y con nosotros mismos durante el proceso del cuadro o la escritura.

De hecho, el cuadro lleva a un sortilegio o paisaje innominado. Un paisaje que cunde desde lo que fue lienzo blanco hasta el malabarismo cromático que lo culmina. Este trance, corto o largo, posee en común la parcial ausencia del yo. Porque ese yo que resulta a menudo pesado como un plomo emprende entonces un vuelo casi ocioso.

Sin ese lastre el desplazamiento de la creación es más fácil y el vuelo se hace posible mediante la inspiración. ¿O qué otra cosa sino la inspiración es una acción para hacer del cuerpo un gas puro? Y no hay, por descontado, magia en todo esto. Solo fisiología y libertad de primera calidad. Porque quien pinta con la mente atada a un modelo o quien no experimenta la temeridad queda privado del abismo estético. De hecho, siempre que un cuadro se presenta como una creación apegada a los que ya somos se revela un barato espejo de lo mismo. Solo un cuadro que al mismo autor cause asombro se confirma como un objeto inaugural. Quien afirma que ya tiene en la mente el cuadro o la novela que va a redactar no merece que la redacte o la pinte. La obra está muerta o marchita. Sin el sabor de su cocina.

De ahí que si, de una parte, los creadores podrían reconocerse como incitadores orgánicos, de otra, al convertirse en accidentes autónomos, el cuadro o el libro alcanzarían una imprevisible fisonomía. No se pinta bien, pues, cuando pintamos para producir algo de lo preexistente -soñado o no- sino para producir sin ligaduras aquello que el mundo no conoce todavía.

Lo que resuena igual a lo ya visto, lo que resuena como una musiquilla pegadiza a sí, tiene pocas posibilidades de ser arte. El gozo parte del secreto del corazón. Ese corazón que será, al cabo, amorosamente, mente y laberinto.

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