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Crítica | La higuera de los bastardos
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Cultivo de la expiación

La película cuenta cómo un falangista se transformará progresivamente en asceta, movido por el miedo y la culpa

LA HIGUERA DE LOS BASTARDOS

Dirección: Ane Murugarren.

Intérpretes: Karra Elejalde, Pepa Aniorte, Carlos Areces, Mikel Losada.

Género: drama. España, 2017

Duración: 111 minutos.

Una higuera que crece sobre una de las muchas tumbas anónimas que dejó la Guerra Civil une en el silencio al verdugo de las víctimas y al niño que fue testigo de esas muertes y reclama la dignidad de una memoria para los suyos. En La higuera, novela con la que el bilbaíno Ramiro Pinilla añadía, en 2006, una nota al pie del ambicioso edificio narrativo de su trilogía Verdes valles, colinas rojas, chocan la sintética elocuencia del lenguaje simbólico con el imperativo de la literatura realista de dotar de carne y sangre a sus criaturas y con una tendencia a la explicación redundante de lo que ya resultaba cristalino. “Una higuera sería un recordatorio eterno. La gente debe olvidar todo lo que está pasando ahora, y con esa higuera no se olvidaría de ti, de mí y de todos nosotros”, verbaliza un personaje en la novela, no fuera que algún lector, a esas alturas, no hubiese establecido la correspondencia entre símbolo y significado. En La higuera de los bastardos, adaptación de la novela de Pinilla, Ane Murugarren decide afrontar su lectura del texto desde la más estricta literalidad.

La película cuenta una historia de expiación: un falangista se transformará progresivamente en asceta, movido por el miedo y la culpa. Había en la historia potencial para un poema alegórico, capaz de abrir vías de acceso a lo espiritual a través de la pura materialidad de sus elementos. Murugarren, por el contrario, decide abonarse a algunos de los clichés de cierto cine de la Guerra Civil –esos falangistas de guardarropa- y cae en inoportunos titubeos tonales –a ratos, la película quiere ser comedia-. Pepa Aniorte, con verdad y autoridad interpretativa, y Carlos Areces, con gestualidad expresionista, logran marcar la diferencia en un conjunto demasiado condicionado por su sumisión a las fuentes.

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