El antiguo arte de la fiesta
Premio FIL 2015, el autor revisa la historia del que sintió como el “más atractivo” galardón en lengua española, al que con los años ha visto algunas sombras
La prehistoria del Rulfo (que otros llaman Premio FIL y este año se otorga, con buen criterio, a Emmanuel Carrère) se inició para mí una tarde de noviembre de 1992, en la Ciudad de México, cuando subí a un viejo tren con la idea de viajar toda la noche y encontrarme a la mañana en la luz, la calma de una ciudad extrema, Guadalajara. Pero la noche se volvió traidora y el lento viaje acabó siendo lunático, desordenado, alcohólico. El mismo tren tenía un punto chiflado: parecía componerse de un número indefinido, y tal vez infinito, de historias llenas de galerías hexagonales, de relatos cercados por barandas bajísimas que permitían ver lo agolpados que iban allí los 30 escritores de las más diversas nacionalidades que se habían enrolado también en aquel lento viaje al oeste. En aquellas condiciones, no hubo quien pegara ojo en todo el trayecto, por lo que llegamos a primera hora de la mañana, deshechos de fatiga, a la lejana Guadalajara, donde nos dijeron que, sin pasar por el hotel, iban a llevarnos directamente a la inauguración oficial de la FIL. Algunos nos enteramos entonces de que allí se celebraba una Feria del Libro y también de que habían dado el Premio Internacional Juan Rulfo a Juan José Arreola, el escritor de Zapotlán el Grande.
Todo en aquellos días de México me parecía festivo y nuevo, lo que no dejaba de ser perfecto, aunque hoy veo que me faltaba saber que no hay nada tan eternamente nuevo como lo eternamente viejo. A Arreola, que era de Jalisco como Rulfo y del que al principio sólo sabía que era autor de un celebrado Confabulario, le vi siempre de lejos, paseando enfundado en una imponente capa negra que me hizo ver de pronto lo anchos que podían quedarme los trajes y otros lujos de Zapotlán el Grande. Quizás por esto, el Premio Juan Rulfo empezó siendo para mí una capa negra y durante un tiempo lo asocié a aquella regia estampa inicial, inalcanzable, a la figura inquietante de Arreola, y también al feliz descubrimiento de su prosa en un folleto de la Feria: “Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán. Es un valle redondo de maíz, un circo de montañas sin más adorno que su buen temperamento, un cielo azul y una laguna que viene y se va como un delgado sueño”.
Cuando volví cuatro años después, el Rulfo había ido a parar a Augusto Monterroso, y dos años antes, a Julio Ramón Ribeyro. Y aquel premio, que había inaugurado Nicanor Parra en 1991, había pasado ya a ser, por su valiente palmarés —en 1997 iba a ganarlo Juan Marsé—, el más atractivo y también menos acartonado y vivo de la lengua española, quizás porque se otorgaba a escritores que no componían el clásico perfil momificado de “gran autor importante sin interés” que con cierta frecuencia parecía requerir el Cervantes.
El reconocimiento se otorgaba a escritores que no componían el clásico perfil momificado que, a veces, parecía requerir el Cervantes
Si el Rulfo había sido para mí una capa negra de Zapotlán, en el año de Monterroso pasó a ser una feliz y brevísima pausa en un baile interminable. Porque aquella edición de la Feria fue una sucesión incesante de celebraciones, todas de final borroso porque iban más allá del amanecer, como si rindieran homenaje a la idea del movimiento perpetuo, de la que Monterroso era el rey. En unas circunstancias como aquellas en las que se rendía culto continuo al antiguo arte de la fiesta —un culto que, aunque allí se trabaje mucho, es la pura esencia de la Feria—, uno podía esperarlo todo, y esto llegó cuando Monterroso nos resumió su estilo literario valiéndose de un solo gesto, de una especie de puesta en escena de un cuento de una sola frase: se detuvo en seco en medio de un baile y utilizó la brevísima pausa para citarnos un palíndromo de Arreola: “Etna da luz a Dante”.
Después de haber vivido aquel momento, ya ni me extrañó que García Márquez recomendara leer a Monterroso “manos arriba, pues su peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la falta de seriedad”. Fue en aquella misma FIL de 1996 donde traté de comprobar si era cierto el rumor, propagado por Octavio Paz, de que los mexicanos conservan intacto el antiguo arte de la fiesta, aunque tienen una manera muy curiosa de divertirse: no se divierten. No logré comprobarlo del todo, ni tampoco en mi siguiente visita, en 1999, cuando Sergio Pitol recibió el Rulfo y volví a viajar a aquella ciudad tan remota y al mismo tiempo extrañamente familiar. De aquella nueva edición del premio recuerdo la diversión de nuevo sempiterna y frenética, sin sombras, y especialmente el momento en que Sergio Pitol, en una sala completamente repleta, en una intervención memorable, terminó dando las gracias al público “por su ausencia”.
Sólo al año siguiente entreví las primeras sombras. Algunos incidentes —quienes sienten pasión por un país extranjero terminan por conocer el horror insoportable de encontrar a un compatriota en el país adorado— me parecieron señales de que los tiempos estaban cambiando y empezaba a despuntar ya —como si fuera Monterroso quien diera la fiesta y el final se anunciara borroso— un segundo capítulo de la memoria del premio; una etapa en la que ya nada sería tan nuevo y bailable como en los buenos tiempos y requeriría además entrar en otra historia que, por supuesto, estaba ahí, pero estaba por ver.
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