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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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El ocaso de la guitarra eléctrica

Descienden las ventas del instrumento más identificado con el rock.

Varias guitarras eléctricas expuestas en una tienda.
Varias guitarras eléctricas expuestas en una tienda.
Diego A. Manrique

Se trata de una información tan explosiva que ni siquiera te permiten ver los números, “vivimos de esto y estamos preocupados”. Te ofrecen un resumen verbal que viene a decir: el declive de las guitarras eléctricas parece imparable. Nadie habla de su propia cuenta de resultados pero sí sobre las desdichas de la competencia. Sumando confidencias, descubres que los fabricantes punteros, tipo Gibson o Fender, están liquidando propiedades, en números rojos o con beneficios minúsculos. La mayor cadena mundial de tiendas, Guitar Center, chapotea en el pantano de los bonos basura.

En Estados Unidos, al menos localizas algunas cifras. En la pasada década, vendían millón y medio de guitarras eléctricas al año; en 2016, apenas se superó el millón de instrumentos despachados. El descalabro se disimuló con un repunte en el consumo de guitarras acústicas; lo llaman el Efecto Taylor Swift ya que son chicas jóvenes las principales compradoras.

Puede que todo se pueda explicar en términos demográficos. En los años de vacas gordas, la producción estuvo orientada hacia los baby boomers, especialmente aquellos que se podían permitir caprichos. Recordarán aquel capítulo de Breaking bad donde Elliott, el amigo rico de Walter White, recibe entre sus regalos de cumpleaños una Fender Stratocaster firmada por Eric Clapton. Por no hablar de la Gibson SG customizada por la joyería Coronet con oro y diamantes hasta justificar una tasación de, ejem, dos millones de dólares.

Extravagancias, desde luego, pero sintomáticas de un marketing desquiciado: tras su adquisición por el inversor Henry Juszkiewicz, Gibson disparó sus precios rumbo a la estratosfera, con prestaciones no solicitadas como G Force, un afinador automático.

Tenía su lógica, sin embargo. Buena parte de las guitarras de gama alta son adquiridas por novatos que, con un confortable estatus económico y tiempo libre, quieren imitar a sus ídolos. Pero, ay, cuando se ha hecho un seguimiento, han descubierto que estos fans se rinden a los pocos meses y no se convierten en los clientes deseados, esos que compran diversos modelos a lo largo de su existencia. Al menos, Fender hace esfuerzos para avivar la llama de la ilusión, con el programa Play: lecciones online que prometen “tocar una canción tras unos minutos de aprendizaje”.

Puede que esos planes de expansión en el mercado del amateur estuvieran condenados por los efectos de la crisis de 2008, que obligaron a apretar muchos cinturones, incluyendo los de profesionales de las seis cuerdas. Conviene recordar que estamos viendo los resultados de un mercado saturado, donde la oferta supera a la demanda: el desplazamiento de las fábricas a Asia está facilitando la aparición de guitarras decentes a precios muy reducidos (junto a mucha chatarra, obviamente).

Y de fondo, la implantación del nuevo paradigma en la elaboración de música: con los estudios caseros y las maravillas del software, resulta más inmediatamente gratificante crear sonidos digitales que embarcarse en el duro amaestramiento de un instrumento.

Ahí nos duele. Para muchos integrantes de la generación milenial, puede que no haya incentivo en el aprendizaje de un instrumento convencional; los llamados dioses de la guitarra pertenecen al panteón de sus mayores. Hace poco, durante una clase universitaria, recordé la teoría de las 10.000 horas –supuestamente, el tiempo de práctica necesario para alcanzar la maestría en cualquier disciplina- y fue recibida con incredulidad. “Tiene que haber una app que acorte eso”, coincidieron.

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