Banksy celebra a Basquiat en Londres
El artista deja dos nuevos murales en las paredes del centro de arte Barbican, que acogerá a partir del miércoles una exposición del afamado grafitero neoyorquino
El gran artista callejero del siglo XX ha sido recibido con honores por el gran artista callejero del siglo XXI. Treinta años después de su muerte a los 27 por sobredosis, convertido en icono omnipresente y en peso pesado del mercado del arte, Jean-Michel Basquiat es el objeto de una gran exposición que se inaugura mañana en el centro Barbican de Londres. Y en un túnel del gran complejo arquitectónico brutalista, paradójicamente declarado “libre de grafitis”, ayer por la mañana aparecieron dos murales de Banksy.
El enigmático artista callejero, como sabe su legión de fans, no da puntada sin hilo. Por eso procede buscar en su aportación —“colaboración no oficial”, lo llama él en su cuenta de Instagram desde la que ha dado autenticidad a las dos piezas— algunas claves de una de las exposiciones de la temporada.
En uno de los grafitis, la gente guarda cola ante la caseta de una noria cuyas cabinas han sido sustituidas por las esquemáticas coronas de tres picos que utilizaba Basquiat en sus pinturas. El artista indómito convertido en atracción de feria.
En el otro, dos agentes de policía se cuelan en el famoso cuadro de Basquiat Boy and dog in a Johnnypump (1982) y cachean a la figura del niño. Retrato de Basquiat recibiendo la bienvenida de la Policía Metropolitana, reza el pie de foto en Instagram. Una invitación a imaginar cómo habría sido recibido Basquiat, uno de los primeros artistas negros estadounidenses de renombre y que denunció el racismo en su obra, en un país en que, todavía hoy, las personas negras sufren muchos más cacheos policiales que las blancas.
El mundo del arte, que lo degrada todo a un espectáculo. La hipocresía de una ciudad que se rinde a un artista e ignora su denuncia. Así es como Banksy —que transita también aquella delgada línea que trazó Basquiat entre la denuncia social, el arte, el espectáculo y el mercado— se ha sumado a la expectación generada por la gran retrospectiva del enfant terrible de la escena artística neoyorquina de los ochenta.
La muestra promete, a través de más de un centenar de piezas, una panorámica sin precedentes de la explosiva imaginación de un creador multidisciplinar, pionero del neoexpresionismo, cuya influencia sigue siendo inmensa. Supone un reconocimiento tardío al artista neoyorquino en Reino Unido. En ninguna colección pública del país hay obra de Basquiat y nunca se le había dedicado una gran exposición en suelo británico. “Definitivamente, vamos con retraso”, reconocía la comisaria, Eleanor Nairne, en la presentación de la exposición el año pasado.
Una plataforma nueva
En mayo, en las subastas de Sotheby's en Nueva York, un cuadro de Basquiat se vendió por casi 93 millones de euros, el precio más alto alcanzado en subasta por una obra de un artista estadounidense. “Esto empuja a Basquiat a una plataforma completamente nueva”, decía entonces Oliver Barker, de Sotheby's.
La leyenda de Basquiat encierra no pocos malentendidos. Entre otros, el de su condición de criatura callejera. Es cierto que fue autodidacta, que abandonó la escuela (privada) a los 16 años y que llegó a dormir en los bancos de los parques de Manhattan. Pero eso fue tras abandonar un hogar de clase media en Brooklyn, con una madre aficionada al arte que lo llevaba con regularidad al MoMA. Cierto que salía por la noche con sus aerosoles de pintura, pero las enigmáticas frases que firmaba en las paredes del Soho tenían más que ver con la elitista performance que con el mundo del grafiti.
No tardó en convertirse en una figura icónica en un Lower East Side que mutaba de cloaca habitada por yonkis y pandilleros a efervescente campo de acción de un nuevo arte contemporáneo. Aquel irresistible joven con rastas, mitad haitiano mitad puertorriqueño, que conquistó los corazones de dos iconos de la época como Warhol y Madonna, construyó y explotó su propio mito, a la vez que combatía los estereotipos que lo sostenían.
La muestra arranca con la reconstrucción de la que fue la primera exposición de Basquiat en Manhattan en 1981, una muestra colectiva de la que los comisarios han rastreado 17 piezas de otros artistas que estuvieron colgadas junto a la suya. Desde esa primera exposición hasta su muerte transcurrieron solo siete años. Una carrera y una vida cortas que Basquiat apuró hasta el mismo final, como demuestra Riding with dead (1988). El cuadro, en el que un jinete negro cabalga sobre un esqueleto a cuatro patas, lo pintó meses antes de sucumbir a una intoxicación de heroína y cocaína en el apartamento que alquilaba a Warhol en Great Jones Street.
Hoy, la obra de Basquiat forma parte de la iconografía universal. Se ha impreso en prendas de Valentino y hasta en unas zapatillas Reebok. Acaso un sueño cumplido para quien quiso llenar las calles con su obra. O un loco viaje en la noria de arte, como sugiere Banksy, el otro gran artista callejero, en el grafiti con el que le da la bienvenida a Londres.
La misma mierda de siempre
En sus salidas nocturnas por los arcenes de metro y suburbios del Downtown de Manhattan, Jean-Michel Basquiat y su colega Al Díaz firmaban sus grafitis con el acrónimo SAMO© (Same old shit), queriendo decir que sí, en efecto, lo que hacían era la misma mierda de siempre, como fumar marihuana, pero al menos sus garabatos y pintadas acompañados de frases sarcásticas, a veces poéticas, servirían para dinamitar el cacareo de los críticos y las escuelas de arte. Corrían los últimos setenta y nadie —a excepción de un belga loco y poeta llamado Marcel Broodthaers— podía imaginar que el MoMA acabaría pareciéndose tanto a una feria de arte (y al revés). A Basquiat le mató la fama, con solo 27 años, cuando mueren los ídolos del rock. Pasó de ser un vagabundo acomodado, que se dedicaba a pintar camisetas en público y vendérselas a los turistas, al artista protegido y mimado por unos de los galeristas más astutos del mundillo del arte, el suizo Bruno Bischofberger. Los dos se proveían mutuamente, uno ponía los huevos de oro, cuanto más manchados y sucios más auténticos; el Bischo alimentaba a la gallina con “la misma mierda de siempre”.
Cuando ese Robin Hood del Street Art que firma como Banksy dice que su modelo es Basquiat, está diciendo que no hay nada nuevo (¡viejos!), que la cadena sigue, pero a diferencia del artista de Brooklyn, Banksy (que nació en Bristol en 1975, la misma ciudad donde 10 años antes vio la luz otro depredador de las subastas, Damien Hirst) ha querido ser él mismo artista y galerista, promotor de su trabajo y quien mejor rentabiliza su anonimato.
En una sociedad en la que la sobreexposición de la privacidad es altamente rentable, Banksy ha demostrado ser un talento subversivo, un Midas de las exposiciones. Allá donde aparecen sus grafitis se forman largas colas, se venden camisetas y bibelotes y se arrancan muros con sus dibujos que después se ofertan por millones de libras, para acabar encerrados en el museo privado de algún coleccionista caprichoso. ¡Un muro intramuros!. De locos.
Hace bien Banksy en burlar y burlarse de todos los factores del arte, incluidos los que ahora nos dedicamos a comentar su última aparición en un museo. Pero, como cualquier virtuoso del fútbol, Banksy se jubilará algún día víctima de una patada mal dada. Y cuando eso ocurra, lo más seguro es que se convierta en otro ego que añadir a la abultada lista de celebridades que apuran hasta el último gramo la misma mierda de siempre: Marina Abramovic, Ai Weiwei. Así funciona.
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