El nuevo dramatismo
Alberto Savinio, en los años veinte, fue pionero en advertir que la tragedia pura y dura nos abandonaba
Momento inestable con cielo encapotado que presagia tormenta y me devuelve el recuerdo de la casa de Teixeira de Pascoaes, a quien Unamuno, tras visitarle, le envió una carta con posdata: “Me acuerdo de la finca y de su ventana… ¡Y que Dios se acuerde por siempre de nosotros!”. En el jardín de la casa todavía hoy puede verse la cabina individual acristalada en la que en las noches de tempestad Pascoaes se instalaba para escribir mejor sus “poemas trágicos”.
Ya no se escribe así, con una tempestad literalmente encima. Ni se le implora a Dios para que se acuerde de nosotros. Son pruebas de que atrás fue quedando el fecundo dramatismo de antaño. Alberto Savinio, en los años veinte, fue pionero en advertir que la tragedia pura y dura nos abandonaba. El dramatismo, dijo, era un registro que requería obstáculos mentales, y esas barreras estaban cayendo, por lo que pronto no quedaría nada de aquellas formas de vida vertical —con Dios y sus sustitutos en las alturas— que habían sido las bases mismas de la tragedia: “Pronto ni los restos quedarán del inefable muro contra el que chocaba la mente del hombre y de donde manaba el dramatismo como una chispa negra”.
Ni las cimas del horror de la Segunda Guerra Mundial modificaron la opinión de Savinio, para quien nuestra imposibilidad de drama tenía raíz cósmica: la desaparición de Dios. Porque la raíz de todo drama era el larguísimo conflicto entre hombre y Dios, mientras que un hombre contra otro hombre era algo horizontal, no podía componer jamás un drama con solera.
Donde Savinio decía “desaparición de Dios” podemos leer “desaparición de un mundo lleno de Dios”, que es la clase de territorio que concebimos cuando nombramos a artistas admirados y recordamos que el arte puede ser visto como un intento de imitación del acto creador primigenio. ¿No dijo Picasso que Dios era tan solo un artista? Pero Kafka no habría suscrito esta frase, no en vano su obra registra con precisión el interminable peso de la ausencia de Dios. Básicamente su escritura —sintetizó alguien— se preguntaba qué hacemos aquí. Con ese interrogante de fondo, el héroe de Praga fue anotando sin énfasis una sucesión de desengaños, como si fuera el contable —escribió Luis Izquierdo— de una empresa en bancarrota: el mundo. Precisamente en aquellos mismos días ese mundo ya estaba transformando la vida antes vertical en algo brutalmente raso, insípido e igualado, desesperadamente horizontal.
Hoy ya no parecen quedar ni los restos de aquel muro con el que antes chocábamos. El nuevo dramatismo carece de la seriedad más elemental. Un solo ejemplo: con la intención de que los que escriben salvaguarden su salud y no estén más de media hora sentados, un estudio de la universidad de Columbia propone escritorios altos con televisión y cintas de caminar. Como se ve, en la era del drama perdido las ideas son zapatillas Nike y las tempestades se televisan. Así no es extraño que la pérdida del dramatismo serio esté socavando a la torpe cadena de los “relatos políticos” que con tanta saña nos atormentan últimamente.
Babelia
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