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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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El problema con las críticas

Lejos de estimular e iluminar, la crítica musical tiende ahora al ditirambo sistemático

Diego A. Manrique
El crítico musical Lester Bangs.
El crítico musical Lester Bangs.

Apunten otra víctima a la lista de caídos en El Tiempo Que Nos Ha Tocado Vivir: la crítica musical. No ha desaparecido, todo lo contrario: se ha multiplicado hasta el infinito. Pero pasan cosas raras: hoy apenas hay críticas negativas. O los músicos han ascendido a un fabuloso nivel de creatividad o la crítica no está contándonos (toda) la verdad.

No ocurre igual en otras parcelas, puntualizo. Encuentras críticas peleonas de libros, películas, series televisivas y, por todos los santos, incluso de videojuegos. Es la música pop la que parece condenada a los Mundos de Yupi.

Me refiero a las críticas de álbumes, físicos o digitales; las de conciertos tienen otros condicionantes. Repasen cualquier página de críticas. Fíjense en las puntuaciones, sean guarismos, estrellas u otra ingeniosidad: tiran hacia arriba, hacia el estrato de obra maestra. En los textos abundan las hipérboles: cualquier cantautor es un cruce de Serrat con Nacho Vegas, cualquier lanzamiento levemente psicodélico es la mezcla de Sgt. Pepper’s con Are you experienced?

Entendemos los motivos. Ser generoso, extremadamente generoso, es buena política. Te garantiza el afecto de artistas, disqueros y, atención, seguidores. No se reconoce pero los críticos vivimos con el aliento de los fans en el cogote: un desliz y, zasca, te pueden amargar la vida mediante las redes sociales.

Además, las reglas del buenismo imperante sugieren no gastar energías en críticas negativas. Tiene guasa: precisamente ahora, que hay una inflación de reseñas (“Amazon quiere tu opinión”), te pretenden disuadir de romper la unanimidad. Han estragado tanto el paladar que ya no reconocen entre aciertos y pinchazos. Por no hablar del Síndrome Radiohead (en España, sería el Síndrome Planetas): todo lo que firman determinados artistas es inapelablemente genial.

Quizás estemos ante uno más de los efectos de la Rebelión de los Noventa, cuando los neófitos, tanto músicos como oyentes, impugnaron los valores dominantes. Decidieron que el gusto era subjetivo y relativo. Que no había diferencias entre la Obra de Arte y el Placer Culpable (obligados a elegir, preferían una canción de Abba a toda la discografía de Pink Floyd). Muchos reivindicaron el artificio, lo plástico, la vulgaridad frente a la experiencia vivida, la reelaboración, la complicidad.

Ese narcisismo generacional le venía perfecto a la industria de la música: eliminaba fronteras entre arte y entretenimiento, reducía la música a un producto más. Ciertamente lo es, un objeto de consumo más, pero el aplanamiento de categorías trae consecuencias. Sin criterios estéticos, no hay herramientas para la crítica.

En general, el crítico prefiere ser querido. Dedicarse a la función tradicional de descubrir artistas, crear nichos, inventar movimientos. Aunque eso puede significar predicar exclusivamente a los convertidos, vivir en bucle. Ventaja: así no se notan las carencias en cultura musical.

Actualmente, tampoco hay gran necesidad de crítica. Algunos artistas prefieren puentearla: sacan discos sin avisar ya que tienen acceso directo al núcleo duro de incondicionales. Estos, con frecuencia, escuchan la música de sus favoritos antes que los críticos. No importa lo que puedan decir los profesionales…excepto si disienten de su amor total.

No niego el valor de las percepciones de los fans. Su feedback puede ser enriquecedor, aunque habitualmente se manifieste como tiro al blanco, perdón, al hereje. Requisito esencial para ejercer este oficio es desarrollar piel de rinoceronte; hasta cinco centímetros de epidermis tienen las bestias, qué envidia.

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