El culo de las francesas
Siempre ha sido muy de señoritos eso de reírse del atraso que ellos mismos fomentan
“¡Tenemos un defecto, tenemos un defecto, que nos gustan las gachís, que nos gustan las gachís!”. Ahí estaban, este martes, en Historia de nuestro cine de La 2, Pepe Sacristán, Rafael Alonso y López Vázquez, encorbatados, peludos, pequeños, gesticulantes, descontrolados, salidos, rijosos, gritones, patrióticos, representantes en Lo verde empieza en los Pirineos (1973) de lo que el director Vicente Escrivá entendía como el prototipo del hombre español. Viajó Escrivá a Biarritz un año antes de dirigir esta inaudita película y se encontró con que los españoles hacían cola en los cines para ver El último tango en París, y se dijo: “Aquí hay película”. Si se trataba de conseguir éxito comercial acertó, porque más de dos millones de personas fueron a reconocerse, según Escrivá, en la gran pantalla.
Dicen que no hay nada como el mal cine para representar la realidad así que pasen veinte años, 44 en este caso, pero a mí me daba la otra noche coraje y vergüenza que ese humor de trazo grueso fuera entendido, según los presentadores de la película, como una crítica feroz a los tabúes sexuales de la época. No lo veo. Tabúes había, desde luego, pero la generación de nuestros padres no fue tan ridícula como la representó machaconamente el cine español. Aparecían en pantalla nuestros héroes, Sacristán, Alonso, López Vázquez, delante del cartel de la película de Bertolucci y de pronto me vino a la memoria un recuerdo: celebración familiar, con padres, madres, cuñados y tías; de pronto, los adultos se intercambian unos gestos ya reconocibles por los niños y a las criaturas se nos echa a la calle para que los que ya habían cruzado los Pirineos puedan contar a sus anchas la célebre y hoy discutida secuencia de la mantequilla. Queda claro: no hay puertas que impidan a las niñas curiosas enterarse de lo que hablan sus mayores. Entonces no entendí lo que contaban pero al cabo de los años até cabos. Entre otras cosas porque, a pesar de que en mi juventud España ya era otra, El último tango seguía y sigue siendo una película de una sexualidad muy perturbadora.
No sé cómo puede defenderse que esta película contenía una crítica soterrada a la escasa educación sexual de los españoles, pero habrá que contar con que existe una exaltación de lo rancio que se nos está yendo de las manos. Muy al contrario, pienso que ese tipo de historietas estaban dirigidas por personajes afines al régimen que cuando llegó la época del destape-salidismo fueron los primeros en apuntarse y exprimir el asunto. Se reían pues de la misma España que habían creado y, de manera a mi entender perversa, hacían que el propio pueblo llano se riera inocentemente de su propia catetez. Pero aun así, a pesar de la censura, de la intromisión de la Iglesia Católica en las vidas de la gente, del cine hortera, del atraso social con respecto al resto de Europa, de la falta de aire, de que Spain, sí, era diferente, había también mucha dignidad en la generación de los niños de la guerra, de aquellos que no habían hecho más que trabajar para dejar atrás los años del hambre. Siempre ha sido muy de señoritos eso de reírse del atraso que ellos mismos fomentan. De Escrivá bien se podían haber elegido otras historias que escribió con buen tino, pero Lo verde empieza en los Pirineos o Aunque la hormona se vista de seda son ejemplos a mostrar solo a nivel antropológico. Cuidado, había pericia cinematográfica en aquel cine y unos actores extraordinarios que, gracias al séptimo arte cañí, pudieron llevar una buena vida. No es poco. Javier Cámara me comentó que también se quedó atornillado al sofá ante un López Vázquez vestido de conejo, y añadió algo me parece reseñable: “Aquellos actores hacían lo que se les pedía sin vergüenza alguna, a saco”. Y es cierto. Este López Vázquez sobreactuadísimo del que se enamora Nadiuska (¡) es el mismo que un año antes había protagonizado sobrio y magistral Mi querida señorita; ese Sacristán que pasea por la playa mirando boquiabierto el culo de las francesas es el mismo que representaría a la progresía setentera en el nuevo cine español, ese Rafael Alonso (qué tierno) sería uno de los Doce hombres sin piedad en Estudio 1. Había mucha sinceridad en todos ellos y la costumbre abnegada de actores de país pobre, tal como resumió Fernán Gómez, de decir que sí a lo que fuera si es que no había otro trabajo en el horizonte.
Hay una tendencia a pensar que la gente del pasado era más boba que nosotros, que a todos los hombres sus mujeres les parecían feas, que las esposas no sabían echar un polvo, que las parejas se casaban a ciegas, que todo era escasillo y patético. Estas películas contribuyeron a estereotipar a una generación que no ha sido contada en el cine. Pero yo recuerdo a los mayores entre los que me crié dignos y capaces, supervivientes de la escasez, y en algunas ocasiones queriéndose y queriéndonos mucho. Seguro que usted también.
Babelia
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