Un disparo para atrapar la velocidad
Una exposición en la Fundación Cartier de París indaga en la fecunda relación entre la fotografía y el automóvil desde los primeros intentos por captar el movimiento
Surgieron a décadas de distancia, pero la fotografía y el automóvil terminaron manteniendo relaciones íntimas y fecundas, hasta el punto de llegar a alterar la cultura visual del siglo XX. Es la tesis de la exposición Autophoto,que estudia la fascinación de los fotógrafos por coches y carreteras y que estará hasta el 24 de septiembre en la Fundación Cartier de París. La muestra revisa los motivos que explican esa obsesión a través de casi 500 imágenes de un centenar de grandes fotógrafos, como Walker Evans, Robert Frank, Stephen Shore, Elliot Erwitt, Germaine Krull o Juergen Teller, acompañados de otros tantos desconocidos, aficionados o bien anónimos.
La muestra arranca con los primeros intentos para capturar la velocidad en el encuadre fotográfico. El maestro francés Jacques-Henri Lartigue fue uno de los primeros que lo intentó. El resultado fue una imagen deformada y borrosa que tomó en la ciudad francesa de Dieppe en 1912. La consideró un fracaso en toda regla y la desestimó. Décadas más tarde, allá por los años 50, sería celebrada como una de las mejores fotos del siglo. Las imágenes de esos pioneros están marcadas por una actitud admirativa, pero también algo timorata, como si tanta velocidad les impusiera respeto. La actitud clínica y antropológica del escritor y fotógrafo Nicolas Bouvier y de su compañero de andaduras, el ilustrador Thierry Vernet, dejará lugar, solo unas décadas más tarde, a la mirada artística de Robert Doisneau o Brassaï, que captarán la estela mágica de los faros del auto en sus imágenes del París urbano, como si fuera un indicio de esos otros mundos que se esconden en este.
El terror político viaja en un Ford Falcon
En la muestra sobresale una serie del fotógrafo Fernando Gutiérrez sobre el Ford Falcon como símbolo político. Este robusto modelo, fabricado en Argentina por la filial de la marca estadounidense entre 1962 y 1986, fue particularmente utilizado por policías y militares durante los años de la última dictadura. Con el cambio de régimen terminaron abandonados en la vía. “Sembraban el terror en las calles y eran un símbolo de la represión ilegal. Llevaba años trabajando con los derechos humanos y, al descubrirlos en las calles, deteriorándose o siendo renovados para volver a servir, los convertí en el hilo conductor de este proyecto”, relata Gutiérrez.
A partir de los cincuenta, el coche se erige en un claro objeto de deseo. William Eggleston ilustrará distintos fragmentos del coche como si fueran partes del cuerpo humano retratadas con algo parecido al erotismo, con una actitud parecida a la del francés Bernard Asset en su serie sobre los bólidos de fórmula 1. “En la propia idea del automóvil está enterrado un cuerpo”, explica el historiador Pascal Ory en el catálogo de la muestra. “Hasta entonces, otros cuerpos tiraban del móvil en cuestión: se requería un buey, un caballo o un hombre para transformar una cabaña de madera en berlina o faetón. Todo cambia con esta revolución que dota al vehículo de autonomía, como un esclavo al que uno libera”.
El auto también se convertirá en símbolo de estatus social. Raymond Depardon aparece en la muestra con sus retratos de ciudadanos anónimos en el Glasgow de 1980, erguidos con orgullo al lado de la que parece su posesión más preciada. El padre de la fotografía africana, Seydou Keïta, hará lo mismo en el Mali de los cincuenta, donde el coche parece un accesorio imprescindible para exhibir modernidad y nivel de vida. Puede que esa actitud no haya cambiado mucho: el joven Basile Mookherjee practica un ejercicio parecido en los Emiratos Árabes de nuestra era, donde distintos ciudadanos posan junto a sus automóviles con actitud indudablemente ostentosa.
Con cada gran innovación técnica suele llegar un nuevo punto de vista para observar el mundo. El coche no será ninguna excepción. Especialmente, en la patria del road trip. Los grandes fotógrafos estadounidenses de los sesenta y setenta, como Robert Adams, Joel Meyerowitz, Ed Ruscha o Lee Friedlander, empezarán a firmar sus imágenes desde dentro de sus automóviles o bien adoptarán aparcamientos y áreas de servicio como temas. “Entendí que el cristal del coche era el encuadre y el auto era la cámara. Yo estaba dentro, observando el mundo que desfilaba ante mis ojos, reproduciendo permanentemente una imagen distinta”, explicó Meyerowitz en los recientes Encuentros Fotográficos de Arlés. Gracias al coche, el estadounidense logra introducirse en lo poco que sobrevive del paisaje virgen del Nuevo Mundo, protagonizando así otra conquista simbólica de ese entorno.
Las últimas salas demuestran que la fascinación por el automóvil empieza a evaporarse. El coche se convierte, poco a poco, en sinónimo de accidentes, de contaminación ambiental y de desindustrialización galopante. Hiroshi Sugimoto captura restos de autos encontrados en playas de Nueva Zelanda, como si fueran vestigios de un pasado remoto, mientras que Peter Lippmann hace un inventario de coches abandonados y cubiertos de vegetación, sobre los que la naturaleza ha terminado tomándose su venganza.
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