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Tribuna
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Que siga siendo sólo un cuento de criadas

El libro de Atwood es inquietante porque evidencia la facilidad con la que una democracia liberal puede dejar paso a una dictadura teocrática

Patricio Pron
Margaret Atwood, en 1989.
Margaret Atwood, en 1989.Richard Lautens / Toronto Star / Getty Images

No es fácil desplazarse por Gilead: el tráfico está reglamentado y en las ciudades hay barricadas custodiadas por Ángeles que impiden el acceso de una zona a otra a las personas sin autorización. Gilead (Galaad en español) está en Nueva Inglaterra, la región estadounidense que alguna vez albergó los Estados de Connecticut, Rhode Island, Massachusetts, Nuevo Hampshire, Vermont y Maine, pero en la actualidad es difícil saber cuáles son sus límites. Por otra parte, no parece haber mucho para hacer allí, excepto presenciar ajusticiamientos y partidos de fútbol, que constituyen el único resabio de la vida pública que existió antes de Gilead: ya no hay periódicos, la lectura está prohibida a las mujeres y los hombres sólo pueden leer la Biblia, todas las universidades han sido cerradas y la divulgación del conocimiento científico es penalizada con la muerte, la producción artística se circunscribe a la de las manualidades con las que las mujeres en sus hogares dan una segunda vida a los objetos que ya no sirven, no hay dinero y el mercado negro es remoto y peligroso; de hecho, apenas hay algo para comer, el alcohol está prohibido y el café sólo puede ser disfrutado por la élite.

Un puñado de personas considerará todo esto suficientemente disuasorio. Para las demás, una mala noticia: Gilead no existe, fue creado por Margaret Atwood para una novela escrita en 1984 y adaptada en una popular serie de televisión hace unos meses. El cuento de la criada es el relato de Defred (es decir, “de Fred”: en Gilead las mujeres son propiedad de los hombres), una joven que alguna vez tuvo una familia y un trabajo, pero los perdió tras el asesinato del presidente y la toma del poder por parte de fundamentalistas religiosos, quienes recortaron las libertades civiles en nombre de la seguridad. Defred intentó escapar a Canadá con su marido y con su hija, pero fue capturada en la frontera y enviada a reeducación; y ahora es Criada, parte de una rígida sociedad de clases que las Criadas deben perpetuar: los accidentes nucleares y la contaminación (así como la represión de la sexualidad) han reducido la capacidad reproductiva de la población a mínimos (aunque esto es “culpa de las mujeres”: legalmente, en Gilead no hay hombres estériles), y la élite recurre a mujeres “reeducadas” como Defred para aparearse. Una vez al mes, las Criadas yacen con los Comandantes bajo la mirada de sus Esposas; el resto del tiempo, esperan: en algún sentido, como criadas, son un recipiente vacío, pero las otras opciones que se les presentan son incluso peores.

La adaptación a una sociedad de vigilancia y represión extremas es más habitual que la resistencia a ella

Defred pertenece a una generación de mujeres que todavía es capaz de recordar cómo se vivía antes de Gilead, de allí su ambigüedad ante los acontecimientos. Por una parte, le “parece mentira que antes las mujeres perdieran tanto tiempo y energías (…) pensando en ellas, preocupándose por ellas, escribiendo sobre ellas”. Por otra, se niega a aceptar que el mundo que conoció ya no existe, y se aferra a todo aquello que se lo recuerde: roba mantequilla para hidratarse el rostro (los cosméticos están prohibidos), piensa en los hombres, recuerda, se niega a creerse “un desperdicio”. Cuando en el centro de reeducación se le dice que “será más sencillo para las que vengan después de vosotras”, que “aceptarán sus obligaciones de buena gana”, Defred piensa: “Porque no habrán conocido otra cosa”, pero, por supuesto, no pone en riesgo su vida diciéndolo en voz alta.

Una de las razones por las que El cuento de la criada resulta un libro tan inquietante es que pone ejemplarmente de manifiesto la facilidad con la que una democracia liberal puede dejar paso a una dictadura teocrática si existe un enemigo lo suficientemente importante (Atwood, visionaria, escogió el terrorismo islámico) y se consigue que la población “mantenga la calma”; otra, que la adaptación a una sociedad de vigilancia y represión extremas es más habitual que la resistencia a ella.

El cuento de la criada es la historia de la pérdida de unas libertades que creemos inalienables. Aunque fue publicado hace algo más de 30 años y el régimen que lo inspiró (la así llamada República Democrática de Alemania) ya no existe, el libro es leído en nuestros días como una obra completamente actual en no menor medida debido a que los acontecimientos recientes parecen poner de manifiesto que Gilead ya no es sólo una distopía literaria (o “una advertencia”, según su autora), sino una posibilidad: 22 millones de personas perderán toda prestación médica en los próximos 10 años si el Senado estadounidense aprueba la nueva ley de salud; China y otros países continúan asesinando a sus disidentes políticos; la libertad de prensa está en riesgo en la mayor parte del planeta y Turquía anuncia que el año próximo dejará de enseñar la teoría de la evolución en las escuelas. No son las únicas señales de que no importa que no sea posible ir a Gilead, ya que Gilead viene a nosotros: el Gobierno estadounidense acaba de anunciar que en breve controlará en los aeropuertos los libros que lleven los pasajeros. “Me gustaría creer que esto no es más que un cuento que estoy contando”, afirma Defred: ojalá lo siga siendo un tiempo más.

‘El cuento de la criada’. Margaret Atwood. Traducción de Elsa Mateo Blanco. Salamandra, 2017. 416 páginas. 19 euros.

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