El pueblo del último patafísico
Carlos Grassa Toro funde vida y arte en un rincón de la vega del Jalón, en Zaragoza
Chodes (Zaragoza). 125 habitantes censados. Aproximadamente 40 residentes todo el año. La cifra asciende a entre 700 y 1.000 en verano. Está situado en la Vega del Jalón, a 66 kilómetros de Zaragoza.
“¿Qué diablos es eso de la patafísica y qué narices tiene que ver con la cosa de la España vacía y con la gente que vive en los pueblos?”, me pregunta mi acompañante de camino a Chodes, y no sé qué responder. Patafísica eres tú, sería la respuesta más acertada y más patafísica, pero voy a intentar ser más doctoral: creo que es una broma, y con eso no quiero decir que la patafísica no sea una cosa seria. Hay que tomarse las bromas en serio. La cultura ha avanzado a través de las bromas; podríamos escribir una historia del arte que salte de broma en broma. Cada movimiento, una burla que dinamita el anterior mediante chistes. La broma patafísica surgió en Francia en los años cuarenta, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la gente no estaba de humor. Su libro fundacional es Gestas y opiniones del doctor Faustroll, patafísico, de Alfred Jarry. Fueron patafísicos escritores que venían del surrealismo y no soportaban lo académico y lo solemne. Se burlan de la pomposidad y la gravedad, son niños traviesos, libres, desconcertantes. Tienen un Colegio Patafísico entre cuyos miembros se han contado Umberto Eco, Ionesco, Vian o Fernando Arrabal.
“Ah, Fernando Arrabal”, dice mi interlocutor cuando estamos en Chodes, subiendo la última calle. “Ahora lo entiendo todo, gracias, haber empezado por ahí. Ya sé qué es la patafísica”.
Hemos venido a este pueblo porque sirve de rasero por el que se miden todos los pueblos minúsculos de la España vacía que no solo resucitan en verano, sino que lo hacen a través de la excentricidad, a contracorriente y ligados a una idea de cultura y de arte que tiene un sentido que parece perdido en las ciudades, pero que aquí resuena con una fuerza antigua y fresca a la vez.
No se aprecia en invierno, no solo por la ventisca y la nieve que suele cubrir la España vacía, que es la España interior, la que olvidaron retratar en las campañas del Spain is different y en los folletos con logotipo de Joan Miró, sino porque el invierno es abandono y silencio. Es en agosto cuando brilla lo insólito e imprevisible de la España vacía. No en todas partes, porque hay, por supuesto, un verano tópico: las aldeas de los veraneantes, los hijos, nietos y asimilados que vuelven al lugarejo que sienten como cuna. Son los movimientos naturales del ocio y el negocio, que llevan de la ciudad a la playa y al monte y viceversa, en ciclos tan exactos y monótonos como las mareas. Antiguamente, se hacía el censo en Año Nuevo, y se preguntaba a los encuestados dónde dormían, lo que creaba un sesgo, porque buena parte del país dormía esa noche en otro lugar distinto a su domicilio habitual. Si se hiciera esa pregunta en agosto, el mapa demográfico español saldría mucho más rural y periférico.
Pero no viajo para constatar esta obviedad, sino para usarla como excusa (o, más bien, como certeza de que encontraré a gente interesante, por el mero hecho de que habrá gente, a secas) para contar historias impropias de ese país desconocido y a menudo extranjero que he llamado la España vacía. Personajes que resucitan en agosto y hacen de lugares remotos y oscuros pequeños focos de arte, de cultura, de inteligencia, de ironía y de muchas otras cosas que el tópico supone imposibles fuera y lejos de una gran ciudad. Chodes es la puerta de entrada de este recorrido.
Un vecino del pueblo trastea en una nave con maquinaria agrícola. “Disculpe”, le preguntamos, “¿vamos bien por aquí a la casa de Grassa Toro?”. El agricultor sonríe: “Esa es, y tienen suerte, creo que está en casa”.
Carlos Grassa Toro, el último patafísico, escritor de libros de difícil catalogación, a menudo ilustrados por artistas como Pep Carrió (por ejemplo: Conquistadores en el Nuevo Mundo, Hombres contados, Este cuerpo es humano o libros infantiles como Una casa para el abuelo), abre la puerta descalzo y ofrece un café en la cocina, “donde sucede todo". "Es en torno a esta mesa donde surge el arte, donde discutimos, donde se crea”. El título de último patafísico le fue otorgado en sus años de residencia en París y en Latinoamérica, donde los patafísicos sobreviven como soldados de fortuna.
La cocina está en la casa particular de Grassa Toro pero, como todo lo patafísico, en realidad está en otra parte. Físicamente, eso es Chodes, un pueblito de la vega del Jalón, en la provincia de Zaragoza, donde hay censados un centenar de vecinos, de los cuales duermen en invierno apenas una treintena. En agosto, pueden superar los 700 o acercarse a los 1.000 en fiestas. No es un pueblo turístico ni aparece en las rutas y, sin embargo, está muy bien conectado con el mundo a través de la autovía A-2 y de la estación del AVE de Calatayud, a unos 30 kilómetros. Y es precisamente esa facilidad de entrada y salida, de la que no puede presumir el resto de pueblos que visito y visitaré en esta serie, la que permite que la casa, espiritualmente, se enclave en el centro del mundo. Así lo entendió Grassa Toro cuando la bautizó La Cala, acrónimo de Casa La Andariega: una residencia de artistas por la que continuamente pasan escultores, actores, videoartistas, escritores y cultivadores de cualquier disciplina y de cualquier país que quieran trabajar en un proyecto y beneficiarse de la paz de esta esquina de la España vacía, al mismo tiempo que se conectan con una tradición a través de una de las bibliotecas patafísicas más completas del mundo.
¿Por qué Chodes? “Bueno, yo había sido maestro en los pueblos de alrededor y conocía la zona, tenía amigos, y al volver de Colombia, donde trabajé muchos años, me instalé en España con la idea de cambiar radicalmente mi vida. Surgió la oportunidad de comprar la casa, la última del pueblo, que estaba fatal, hubo que arreglarla por completo, y mi por entonces pareja y yo nos empeñamos en convertirla en un lugar de creación colectiva. Aquí se viene a imaginar y a aportar, y te diré que esta casa no tiene sentido sin el pueblo: la hemos creado entre todos. Sin los amigos, que han echado una mano, que han pintado, levantado paredes y participado en cada acción artística, esto no tendría sentido. No vine a montar un huerto ni una quesería, sino a ofrecer algo que no existía”.
Más de una década después, la Cala tiene sus propios fondos, que expone en muestras temáticas en una pequeña sala abierta al público. Fotografía, escultura, collage. Obras de Pep Carrió, de fotógrafos colombianos y de performers franceses se mezclan con intervenciones colectivas en las que se implican los vecinos, como el moái aragonés que levantaron en el tozal que está tras la casa. Está hecho de arcilla, en vez de piedra, como los moáis originales de la isla de Pascua, por eso es aragonés, y se va agrietando y derrumbando a la vista de todo el pueblo. Si alguien no tiene claro aún qué es y qué hace un patafísico, que contemple el moái de arcilla.
Los proyectos de verano de la Cala son parte de los rituales estivales de Chodes, como las fiestas y las verbenas. Otro verano hicieron un mural donde cualquiera podía participar siempre que pintase una cara. Otro, rodaron dos cortos experimentales. El resultado no importa, solo el proceso, la fiesta, la jarana colectiva y popular.
Aunque la escultura del moái, siete toneladas de barro sostenidas por cañizos, se ve desde muchos puntos, como un nuevo campanario, no todos los vecinos de Chodes entienden qué diablos hace el señor patafísico en su casa de gente rara. “Al principio costó, y aún hay gente que no se acerca porque no sabe qué diablos es eso, pero en general se disfruta y se percibe como un lujo. Acercarte a una de las presentaciones de libros o a la inauguración de una exposición, y encontrarte a un montón de gente de toda España y latinoamericanos hablando de arte puede intimidar a algunos, pero en general les divierte y colaboran”, explica María Pilar Ibarzo, que regenta el único bar de Chodes, instalado en las viejas escuelas, ya inútiles sin niños suficientes. Antigua artesana, especialista en trabajos de vidrio, María Pilar vio hundirse su negocio con la crisis y ha acabado encontrando su sitio en este pueblo zaragozano, sirviendo vermú de Casa Valdepablo, orgullo local, y sus famosas anchoas en salmuera.
A Ibarzo le gusta ver el pueblo lleno en verano, porque se llena también su bar (que es un servicio público de concesión municipal, por lo que debe abrirlo incluso en las tardes eternas de invierno en las que no entra ni un solo cliente), pero la llegada de los veraneantes trae otros problemas que sufren todos. La presión del agua, por ejemplo, cae. En invierno, treinta discretos vecinos se duchan y beben sin que se note. En verano, mil personas abriendo grifos constantemente colapsan el sistema y hacen muy cuesta arriba el día a día.
Este verano, a Grassa Toro no se le ha ocurrido ningún disparate para poner a trabajar a sus vecinos. Los artistas residentes vienen y van, pasean, se relacionan con los de Chodes, toman vermú al mediodía y pasean por la tarde, al ritmo lento de un agosto de interior, seco y zumbón, que vibra con sorna en el inconsciente patafísico del mundo entero.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.