Elegía y nostalgia de una mujer francesa
Nos marcó Jeanne Moreau. Nos marcó por culpa de aquél español que nos introducía en otros misterios
No había crecido con la canción francesa, esa música pertenecía a la generación de la posguerra europea. No tuve nostalgia de esas canciones hasta bastante tarde, cuándo nos dimos cuenta que la vida iba en serio. Mi adolescencia soñaba con francesas, por supuesto, pero se llamaban Francoise Hardy, Silvie Vartan o France Gall. Después soñamos con Brigitte Bardot al desnudo. Hasta que llegaron las miradas, los botines, las piernas y los labios de Jeanne Moreau en un cine club de finales de los sesenta. Ahí cambió nuestro imaginario erótico. Las chicas de Salut les copains eran nuestras deseadas novias. Jeanne Moreau era la personificación d”e la amante. Empecé a tener sueños lúbricos con Celestine, con aquella sirvienta turbadora, parisina en provincias capaz de conturbar a los perversos burgueses o a los primitivos campesinos. El erotismo era eso. Una mujer treintañera que paseaba sobre unos botines en una burguesa casa de la campiña francesa. Su negro vestido de femme de chambre, la osadía de su mirada, su sonrisa insinuante, su boca centro de deseos y misterios —“como un pozo en lo hondo del hechizo”— con aquellos ojos de retadora inteligencia y aquella voz tan alejada de cánones femeninos. Todo como una epifanía dónde comenzaba mi nuevo imaginario del erotismo.
A partir de esa camarera todo fue distinto. Nos marcó Jeanne Moreau. Nos marcó por culpa de aquél español que nos introducía en otros misterios, en películas y erotismos con los cuerpos de Catherinne Deneuve, Delphine Syerig, Stephanne Audran, Silvia Pinal o Angela Molina. Inquietantes, claros y oscuros objetos de nuestros deseos. Ya fueran burguesas de doble vida, seductoras cojas o chicas andaluzas burlando a burgueses mayores. Hubo, sí, más mujeres, más erotismos, más francesas pero ninguna consiguió remover nuestra sensualidad como aquella de la primera aparición de Jeanne Moreau. Después de la enigmática Celestine, Jeanne Moreau, siguió encendiendo nuestras ensoñaciones del amor abierto en Jules et Jim, de la frialdad turbadora en un ascensor con las música de Miles Davis de fondo, en los amores primarios con campanadas a medianoche, jugando con José Luis de Vilallonga o como la madame de burdel en Querelle. Además estaba su voz, esa voz grave que parecía forjada para enamorar inquietando, su voz como torbellino, como música de sirenas pasadas por el alcohol. La vida imaginada a su lado seria cualquier cosa menos convencional. Querer conocerla fue una obsesión que tardó décadas en llegar. Antes de mis dos encuentros conocí la envidia de boca de dos amigos que la conocieron. Uno fue amante, el otro rendido a su conturbadora belleza. Cuándo José Luis de Villallonga publicó la segunda parte de sus memorias no perdí ocasión para que el escritor, aristócrasta y actor, me hablara de Jeanne Moreau. Le gustaba hacerlo, confesaba su amor por ella, al parecer correspondido en su perfecta representación de amante que deja huella y sigue su camino. Con otro amigo, Feliciano Fidalgo, se entraba en la adoración por una mujer que sabía vivir y beber. De amar, Feliciano no podía hablar con la experiencia de Vilallonga.
El tercer hombre que me habló de ella fue José Luis Barros, el doctor ilustrado y seductor y uno de los mejores amigos de Buñuel. Con Barros intenté conocerla e invitarla a participar en un documental que estaba rodando sobre Luis Buñuel. Barros y una nieta de Buñuel hicieron de intermediarios, ella dijo estar interesada pero no pudo ser por estar en un rodaje, una película para televisión con Depardieu y Fanny Ardant sobre la vida de Balzac. Era justo antes del fin de siglo, ya tenía más de setenta años e interpretaba a la madre de Depardieu/ Balzac. Siempre odié esa película, culpable de que mi antiguo mito erótico no pudiera contarme cosas de su amigo Buñuel. No pudo ser, me tuve que conformar otra vez con su imagen fetiche de Celestinne. Pocos años después, en el bar del hotel Meurice —al que me había invitado Paco López Canís, excelente gourmet, a cuenta de una marca de coches francesa que dirigía una española— la encontré en el bar. Estaba con una amiga. Hablaban, bebían y reían al margen de las miradas de los ricos y elegantes clientes de ese mítico bar. Yo, que ni era elegante ni francés ni rico, me quedé paralizado. Allí estaba mi actriz, mi fetiche de décadas. Con ella estaba otro de los mitos franceses de la canción y del cine, Juliette Grecó. En ese momento me convertí en un adolescente, en un atrevido admirador que no podía dejar pasar la ocasión.
Juliette Grecó me transportaba al existencialismo, al film noir, a la canción francesa. Al día siguiente, desde las últimas entradas de gallinero, la oí, y casi la vi, despedirse de su vida de artista en el Chatelet. Nunca me parecieron tan vivas sus hojas muertas. Y Jeanne Moreau, su contemporánea, su amiga, su semejante en vidas, hombres, películas y voz de nocturnidades, me llevaba a mi erotismo adolescente. Una era la posguerra, otra nos daba besos desde la nueva ola hasta la posmodernidad. Fueron amables, me escucharon, poco, y me despidieron suavemente. Jeanne Moreau me contó que pronto iría a Madrid, que allí podríamos hablar y que Buñuel era mi mejor carta de presentación. Contento me fui cantando “le tourbillon de la vie” hasta mi bar de la Rue Delambre. Había conseguido una dirección de Jeanne Moreau para mandarle mi documental de Buñuel.
No había pasado un año cuándo recibí una llamada para ofrecerme una entrevista con Jeanne Moreau en Madrid. Nervioso, cómo aquél adolescente que veía películas francesas, no quise atender que era una entrevista promocional de una película olvidable. Pero nunca olvidaré aquella tarde en el Ritz, en compañía de compañeros del programa Estravagario y con la presencia de Josianne Balasko, en que conseguí pasar unas horas con Jeanne Moreau. Sobre todo hablamos de Buñuel, de su timidez y de la capacidad del aragonés para seducir y disimular. Me confesó que lo había adorado. No tuvieron ninguna historia de amor porque la otra Jeanne, la Rucar, se enceló con la relación de su marido con la Moreau. También hablamos de su íntima Margarite Duras y de algunos hombres de su vida. Yo le confesé mi pasión juvenil por ella. No la molestó. Me prometió mandarme un cd con sus canciones, fue muy amable con el documental me dijo que podríamos ser amigos. Cumplió su promesa, escribió y me mandó dedicado un cd con sus canciones. Siente no poder presumir de cartas del tiempo de las lilas pero sí conservo mi memoria y unas palabras por mail. La nostalgia ya no es lo que era. El erotismo tampoco.
Babelia
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