La revitalización festiva
En 2017 hay muchas más, duran más días y son más multitudinarias que en 1960
De la Bajada del Sella a la Tomatina de Buñol, de los Moros y Cristianos de Pollensa pasando por el Descenso del Celedón en Vitoria, la Festa do Pulpo en O Carballiño, el Misteri d’Elx, el Dia Grande de Donosti, España, en agosto, se llena de fiestas. No importa la crisis: gozan de buena salud. En 2017 hay muchas más, duran más días y son más multitudinarias que en 1960.
Los ideólogos de la sociedad industrial se llevarían las manos a la cabeza: “La fiesta es un mal —decían—. Y del mal, el menos”. Pero vivimos en sociedades festivas, en las que, dada su pluralidad intrínseca, cabe toda clase de celebraciones: de raigambre religiosa y laica, políticas y cívicas, ceremoniales y carnavalescas; romerías a santuarios, a festivales de música o a ferias gastronómicas. Algunas traspasan fronteras y se expanden por las redes digitales cabalgando las olas de la globalización. Las hay con raíces antiquísimas y otras son muy recientes, con un pasado reconocible; de unas se dirá que son auténticas y de otras que son artificiosas, postizas o pseudofiestas, convertidas en mera ocasión para el consumo y el turismo. Lo bien cierto es que los festejos y festividades, las ferias y festivales, lejos de desaparecer arrolladas por el progreso técnico y las transformaciones estructurales de nuestro tiempo, encajan bien en el periodo de vacaciones estivales, gravitando sobre el eje temporal del 15 de agosto —Virgen de la Asunción— y han experimentado una extraordinaria revitalización.
Muchas fuerzas socioculturales favorecen esta dinámica. Todas responden a rasgos inherentes a la sociedad actual. De ellas, conviene subrayar tres: la lógica de la patrimonialización y su relación con la identidad colectiva, el ludismo promiscuo y la solidez de la base organizativa.
Prácticamente todas las fiestas se sustentan hoy sobre una base de asociaciones que con distinto nombres y formas de organización trabajan todo el año para la fiesta: peñas, comparsas, comisiones, etc. proporcionan un sustento socio-económico que hace viable la celebración.
En segundo lugar, un gran número de fiestas no sólo tienen una raigambre histórica notable, como el Misteri d’Elx (Patrimonio Inmaterial de la Humanidad), sino que tratan de legitimarse en rituales y tradiciones ancestrales como la Festa do Pulpo en Carballiño, vinculada a las fiestas patronales de san Cibrián. Las hay, incluso, que han incorporado recreaciones históricas como el desembarco vikingo de Catoeira (Pontevedra), creado en 1960, y ferias medievales. En todas ellas, se convocan y seleccionan diversos elementos rituales e históricos para construir raíces comunes.
Pero las fiestas de agosto, se diferencian muy especialmente de otras por la abundancia de diversas formas de ludomaquias promiscuas. Consisten estas en combates inofensivos (de ahí el término ludomaquia) en que impera la lucha cuerpo a cuerpo y la mezcla confusa (no tan sólo existen bandos definidos, sino que más bien se trata de un combate generalizado). Los participantes se encuentran envueltos y empapados en las humedades/chispas del producto que se emplea como arma (tomates, agua, champañ, vino, flores o fuego y pólvora).
Bien conocida es Tomatina de Buñol, pero muchos otros festejos siguen una lógica similar: Batalla de Flores de Laredo (1908), Fiesta de las Piraguas o Bajada del Sella (1930), Descenso del Celedón en Vitoria (1957) o Desembarco Pirata en San Sebastián (2003).
Fiestas multitudinarias, que convocan no sólo a festeros y vecinos, actúan como potentes factores de atracción turística ¿Por qué tienen tantos fervorosos adeptos? Proporcionan experiencias de comunidad en un tiempo de profunda individualización. En ellas, no importa mucho a qué santo o divinidad se invoca, porque son autoreferentes; el fin de la fiesta es la fiesta misma y lo que en ella se celebra son los propios celebrantes, del mismo modo que en el campo artístico la obra del artista es, cada vez más, la performance de su propia persona.
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