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Antonio Orozco, el vigor de los selfis convertidos en canciones

El artista barcelonés, más enérgico que nunca, cierra en el Teatro Real Los Matinales de EL PAÍS

Antonio Orozco en el Teatro Real.
Antonio Orozco en el Teatro Real. ÁLVARO GARCÍA

Antonio José Orozco es, quizá por encima de casi todas las cosas, un sentimental. Y en ese detalle nada irrelevante puede que radique una parte significativa de su éxito. En estos tiempos en que nos pasamos la vida haciéndonos autorretratos (casi todos redundantes, casi todos ungidos de irrelevancia) y compartiéndolos con personas que a menudo desconocemos, Orozco ha patentado una suerte de selfis interiores. Él no precisa tanto de la cámara como del papel y el lapicero, pero sus dibujos musicales resultantes a veces nos aportan la sensación de que le conociéramos como si acabáramos de estar chateando con él. Chatear, de tomarse unos chatos.

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Antonio tiene algo, o mucho, de hombre de la calle. No solo en actitud, sino hasta en fisonomía. Ayer, con el Teatro Real casi lleno en la última entrega de Los Matinales de EL PAÍS, irrumpió de paisano, camisa negra desabotonada, camiseta oscura y vaqueros grises. Con la cara más simpática y risueña que de ídolo para inundar los fondos de pantalla (lo de forrar carpetas ya no se lleva tanto). Evitando el artificio y las falsas apariencias, renunciando a retratarse como quien nunca fue. Nos acompañaba el chaval de L’Hospitalet, el hijo de la asistenta doméstica y de aquel obrero que, ay, tuvo una mala caída y dejó a tres chiquillos huérfanos. Antonio, el hermano mayor, tenía 21 años y desde entonces aprendió a convivir con las cicatrices, con la conciencia de fragilidad, con el aprecio por las poquitas cosas verdaderamente importantes. Por eso el éxito no le ha cambiado las hechuras mentales ni, por supuesto, la socarronería barrial. “Mola esto de las doce del mediodía, ¿sí o no? El próximo lo hacemos a las siete de la mañana”, anotó con la guasa de quien nunca había madrugado tanto para plastificarse sobre un escenario.

Orozco entró en él como una exhalación, por aquello de refrendar que un artista lo es en cualquier franja horaria. No solo por sus saltos desaforados, sino porque encadenó de entrada las muy enérgicas Llegará, Mírate y Te esperaré, tres piezas con más vocación de pop-rock para pabellones que de aquel pop aflamencado de los comienzos. Incluso Devuélveme la vida, ese primer gran exitazo que le cambió la ídem, sonó en una lectura muy musculosa y con el guitarrista de la banda, Pedro Javier Hermosilla, como excelente voz invitada.

A sus pletóricos 44 años, el barcelonés no contempló en ningún momento la posibilidad de bajar el pistón. Tampoco renunció a la opción de pisar callos, sin miedo a llamar a las cosas por su nombre. Advirtió que en su reciente gira europea casi todo el público lo integraban emigrantes españoles, “esa gente que se tuvo que pirar de aquí porque nuestros políticos estaban con sus tarjetas black y sus cosas”. Y para Hoy será dio las gracias, con todo el vitriolo que le cabía en el pecho, “a la directiva de la Federación Española de Fútbol y a la gente de la SGAE”.

Así que la matiné, entre unas cosas y otras, no dejó de ser un chute de adrenalina, un purito alboroto. Con Orozco paseándose por la platea para El viaje mientras una admiradora se acercaba a abanicarle la cara. Recreando con fidelidad Como un burro amarrado en la puerta del baile, de El Último de la Fila, que para eso Manolo García es otro “hombre de la calle” hasta en el título de una de sus primeras composiciones. Con un repentino suspiro que sonó a resumen confesional: “Joé, qué bien me lo estoy pasando”. Y con la sorpresa final para Mi héroe del buen camarada Pablo López. Otro consumado especialista en la escritura de selfis musicales.

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