Los últimos resistentes de París
Es un ejemplo de creador de gran talento estético y didáctico La atonía y miseria cultural de España le obligaron a poner tierra por medio
Desde que a finales del siglo XIX París tomó el relevo de Roma como centro de atracción artística, sucesivas levas de pintores hispanos dejaron atrás la residencia romana en el Janículo, donde formaban nido los pensionados de las escuelas de Bellas Artes, y establecieron una nueva ruta hacia la capital del Sena. Esta migración significaba cambiar la academia por la vanguardia, el orden clásico por la revolución, la vida asentada por la bohemia, la pensión segura por el hambre asegurado. Y así sucedió durante 50 años, hasta que en 1945 Estados Unidos con la victoria se llevó la vanguardia como botín de guerra y fundó la Escuela de Nueva York con el triunfo del expresionismo abstracto.
Atrás quedó aquella fiesta que fue el París de Hemingway, de Scott Fitzgerald y Gertrude Stein, de Sylvia Beach y de James Joyce, una fiesta que había empezado cuando en Montmartre fijaron su residencia, en 1889, entre otros pintores internacionales, los catalanes Ramón Casas, Santiago Rusiñol y Miguel Utrillo. Después, allí apalancó su hambre el Picasso de la época azul recién llegado al estudio que Isidre Nonell le cedió en Bateau-Lavoir, en la place Ravignan. Allí vivió en compañía de Fernande Olivier y pintó Las señoritas de Avignon (1907). En el estudio contiguo de aquel inmueble creaba Juan Gris su cubismo metódicamente con cartabón mientras se alimentaba con sopa de huesos de aceitunas. Durante el periodo de entreguerras bajaron los bohemios desde Montmartre a la orilla izquierda del Sena y el bulevar de Saint-Germain-des-Prés fue exaltado a la posteridad cuando los existencialistas rindieron sus armas antes los huevos duros de los cafés Les Deux Magots y De Flore. Luego las mesnadas del arte a través de La Coupole, Le Dôme, La Rotonde y la Closerie des Lilas invadieron todo Montparnasse. Cada uno de estos centros parisinos va unido a nombres preclaros de pintores españoles. Picasso, Miró, Juan Gris, Dalí, Oscar Domínguez, Clavé, Bores y una lista innumerable de artistas.
Joaquín Pacheco es el representante genuino, con Eduardo Arroyo y Pepe Ortega, de los últimos resistentes de París, quienes en la década de los cincuenta del siglo pasado aun pensaban que en la capital de Francia se iniciaban y terminaban todos los sueños. Nadie era nadie si no se iba todavía a París. A Joaquín Pacheco, nacido en Madrid en 1934, después de estudiar en la escuela de Bellas Artes de San Fernando y de pasear los cartapacios y los óleos por aquellas primeras galerías madrileñas, la atonía y la miseria cultural del país le obligaron a poner tierra por medio. Aunque en 1958 su obra había sido seleccionada para la 29ª Bienal de Venecia, se fue huyendo a París como otros pintores de su generación y estableció su estudio en la rue des Écoles, en el Barrio Latino. En esa época, inmiscuidos entre los exiliados políticos, los pintores españoles deambulaban en la órbita del partido comunista, entre el invisible Santiago Carrillo o el rebelde Jorge Semprún, entre el glamur de Yves Montand y la propia miseria que les obligaba a pintar paredes con brocha gorda para sobrevivir. Unos años después se esfumó definitivamente a París y cualquier artista quedaba fuera del circuito si no tenía un taller, loft o madriguera en Nueva York con la idea que un día lo señalara con su dedo divino Leo Castelli. Miquel Barceló fue la cabeza de la nueva migración. De hecho, una etiqueta de cualquier galería del Soho pegada al bastidor del lienzo equivalía a un sobreprecio en la pintura.
Admirador de Bacon
Joaquín Pacheco es un ejemplo de artista de gran talento estético y didáctico, de honda sabiduría y depuración técnica, que siendo un maestro ha quedado fuera de la rueda loca del mercado como otros artistas de su generación. Se declaró admirador de Francis Bacon, Richard Lindner y Edward Hopper y de ellos aprendió que la sutil imperfección es la que corona la belleza. “El arte tiene que estar cerca de la vida y la vida es error, es una sucesión de luces y sombras”. Los cuadros perfectos mienten. Pacheco pinta como nadie la ciudad con los anónimos seres reflejados con doble imagen en los escaparates, un desdoblamiento que no implica sino soledad. Con una estética de fotorrealismo fantasmal, nadie como Joaquín Pacheco ha pintado a esas chicas molonas de los ochenta en las playas, reflejadas en el agua y en las refulgentes arenas con el bañador mojado, observadas por placenteros bañistas sentados en las terrazas con reflejos del mar en los cristales de una cafetería. Con encuadres del arte clásico, Pacheco pinta la ciudad, pero el mar le atrae como espacio metafísico, esa especie de vacío, que crea la pasta solar. Destellos, sombras, vibración de la materia en la que flotan las siluetas femeninas. Joaquín Pacheco es el símbolo de esa generación de pintores, Juan Giralt, Luis Fernando Aguirre, Agustín Celis, Jesús de la Torre, Ángel Orcajo, Luis Delacámara, Marina Olivares, un grupo de amigos de la nueva figuración, la última leva de París, que asiste a la muerte del mercado, pero es testigo ilustre de aquel tiempo en que pintar era solo pintar. Ser un buen artista sin más.
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