La irracionalidad prodigiosa de Ryan Adams
El músico estadounidense ofrece un intenso concierto tras otro muy notable de Spoon
Hay algo tremendamente obsesivo en la música de Ryan Adams. No es un estribillo que no te quitas de la cabeza, ni una melodía que te persigue. Nada de eso. Lo que sucede en las canciones de este músico tan prodigioso como ingobernable forma parte de lo irracional, su propio hábitat natural. Cuando a principios de este año sacó su último disco, Prisioner, confesó que, en el fondo, esa obra sobre el desamor, la ruptura, el adiós, era la punta del iceberg.
Esas 12 canciones eran una simple selección de una cruzada más incompresible: tras ser abandonado (otra vez) por la mujer a la que amó, se metió en el estudio y registró más de 40 composiciones. Poco después, pudimos comprobarlo: Prisioner-b era otro disco, que complementaba el anterior y recogía parte de esas grabaciones que se quedaron sin publicar. Cierto: Ryan Adams no entiende de escala de grises ni puntos intermedios. ¿Pero quién entiende cuando se trata de amor, o lo que sea que te come, te arrasa por dentro, como a este personaje sobresaliente del folk-rock norteamericano?
Anoche, cuando saltó al escenario Radio Station de Mad Cool, lo hizo dando botes desde que se puso a tocar los primeros acordes de Do You Still Love Me?, esa proclama que resume su último álbum. Con sus pelos desgobernados y su camisa roja y negra a cuadros, Adams pisó el acelerador desde el primer momento. En esta gira, como en esta época de su vida, toca pisar el pedal y hacer tronar las guitarras, como si sirviese eso para olvidar. Esta versión le lleva a ser más directo, pero, desgraciadamente, pierde algo de sugerencia, de melancolía poética, de ese estado divino al que apela en su mejor cancionero.
Sonaron más que notables To Be Young (Is to Be Sad, To Be High), Prisioner o Gimme Something Good, dentro de su caudal guitarrero, rockero, alejado del medio tiempo, de esa sugerencia. Adams, hombre imprevisible, buscó centrarse en el nervio, como reivindicando su lugar en el mundo, y de esa manera atronó maravillosamente esa declaración vital que es New York, New York. Pero desplegó sus mejores virtudes en esos medios tiempos que llevan sus señas de identidad. Es ahí cuando alcanza la excelencia, en ese lugar invisible en el que se toma su tiempo, se inspecciona por dentro y, con esas huellas de folk delicado y frágil, se rompe para todos. Cómo le comprendemos, maldita sea. Lo hizo con la grandiosa When Stars Go Blue, y ahí, entre palmas que ya habían llegado en un par de ocasiones antes, se vio al músico imbatible de la música americana, que ni se para a pensarlo, ni nunca lo ha sabido gestionar con esa carrera con altibajos y, especialmente, falta de un sentido comercial más hábil. Aunque qué más da si sus canciones, esos refugios emocionales, son de las que te acompañan toda la vida.
La música americana también ha pasado en este siglo XXI por Spoon, una banda que abrió las fronteras del género con una fuerza formidable. Su concierto ayer en Mad Cool fue sin ataduras, con ambición. Cómo sonaron en su mezcla de estilos y qué personalidad tan arrolladora. Tanto Spoon como Ryan Adams demostraron por qué son dos de las grandes genialidades del rock norteamericano de este siglo. Y, en el caso de ese divino obsesivo que es el segundo, escribiendo esas historias en primera persona y echando gasolina a ese cerebro en llamas, como los clásicos, como los que nos enseñaron a amar el rock and roll, hay que señalar algo importante: su irracionalidad no es apta para los tibios, los indiferentes y los inanes. Porque las canciones que nos muestran cómo sufrir, cómo soñar, cómo intentar vivir, nunca fueron territorio de los calculadores.
Babelia
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