Bill Viola inunda Bilbao de agua, aire, tierra y fuego
El Guggenheim resume en una retrospectiva cuatro décadas de trayectoria del videoartista neoyorquino
¿De qué sirve una exposición retrospectiva sobre Bill Viola como la que hoy se inaugura en el Guggenheim Bilbao? De fábrica de placer y de terapia antiestrés, sin duda, pero antes de eso, de espejo de nuestras limitaciones. Para entender por qué nunca acabamos de aprehender el sentido de las cosas ni la sustancia de las personas –tarea asimilable al mito de Sísifo: cuando creemos que ya lo sabemos todo, crrrrac, la piedra rueda colina abajo y hay que volver a empezar- lo mejor es lo de siempre: acudir a los sabios que, si bien no se libran de esa impotencia, sí saben diagnosticar lúcidamente sus porqués y lanzan avisos a navegantes. Eso ayuda.
Por ejemplo, hace 900 años ya que el místico sufí Ibn Al-Arabi (murciano él) dejó escrito: “El ser humano es un océano sin orilla, mirarlo no tiene fin ni en este siglo ni en el siguiente”. Y por ejemplo, hace ya más de 40 años que Bill Viola (Nueva York, 1951, adepto de las enseñanzas de Al-Arabi) trata de adentrarse en las marismas del alma, de la vida y de la muerte, de la transfiguración y del renacimiento, aportando en cada una de sus piezas de vídeo nuevos argumentos para algo tan improbable como la comprensión de quiénes somos. El caso es seguir avanzando (no por casualidad una de sus obras maestras, un fascinante políptico de cinco pantallas en el que se adivinan sucesivos dramas, se titula así: Avanzando cada día (Going forth by day). Está en la sala 202 de esta extraordinaria exposición. No se pierdan esta epopeya en alta definición poblada por más de 200 personajes y compuesta de cinco segmentos dentro de una misma y oscurísima sala: El nacimiento del fuego, La senda, El diluvio, El viaje y La primera luz.
Viola utiliza sus armas, que son básicamente dos: la imparable tecnología y el recurso al clasicismo. Le gusta decir algo que, en boca suya, suena abrumadoramente lógico: “Todo arte es contemporáneo”. En boca de otros esa máxima sonaría, claro, a golosina embaucadora. Él la lleva a la práctica arriesgando, probando, explorando y dejando caer en la mente del espectador la pregunta del millón: de haber vivido hoy Goya, o El Bosco, o Brueghel el Viejo, o Paolo Uccello… ¿habrían sido pintores o videoartistas? ¿Cómo habría incrustado Goya en una pantalla HD y con una cámara superlenta La carga de los mamelucos en la Puerta del Sol?
“¿Qué cómo habría contado Goya los efectos de la guerra, la violencia y la corrupción? Pues habría usado las herramientas que tuviera disponibles en ese momento, porque la tecnología es solo eso: una herramienta, y una cámara de vídeo puede tener tanta espiritualidad como un pincel”, explica Kira Perov, esposa y colaboradora –coautora, casi podría decirse- del protagonista de la exposición.
Cuatro décadas de videoarte
La pareja Bill Viola/Kira Perov definen su actividad artística como “un viaje del alma”. Un viaje que dura ya cuatro décadas y que queda resumido en esta exposición, patrocinada por Iberdrola, y que permanecerá abierta en la segunda planta del Guggenheim Bilbao hasta el próximo 9 de noviembre.
Las piezas más antiguas de la retrospectiva datan de mediados de los 70 y la última, Nacimiento invertido, de 2014. En medio, obras clave en la trayectoria del artista, como Una historia que gira lentamente (1992), El saludo (1995), Velos (1995, que representó a EE UU en la Bienal de Venecia de aquel año), Mujer fuego (2005) o La ascensión de Tristán (2005, creada para el montaje operístico de Tristán e Isolda que dirigió Peter Sellars).
Es ella quien habla y quien contesta todas las preguntas sobre el universo tenebroso pero ilusionante de Bill Viola: el artista estadounidense está enfermo y apenas puede hablar. Perov considera el uso del vídeo por parte de su compañero y maestro como “un ojo subrogado que acerca las cosas y las magnifica, permitiendo así observaciones de larga duración que permiten que la esencia de los objetos se haga visible”.
“Observaciones de larga duración”. Y es cierto. Algunas de las obras expuestas/proyectadas duran siete minutos. Otras, diez. Otras, 28. Otras, 34. Otras son un bucle continuo. Seamos sinceros, ¿quién pasa 28 minutos delante de un cuadro en una exposición? Poca gente, y quien lo hace suele ser objeto de incredulidad por parte del resto de la gente. Lo ideal aquí es, desde luego, ver las piezas completas de Bill Viola, incluso alguna de ellas verla dos veces.
Estamos ante un artista de corte clásico, ante un humanista que usa los ultimísimos artilugios del gran bazar tecnológico para contar sus verdades. Estas se llaman, sucesivamente: el agua, la tierra, el aire y el fuego; el espacio y el tiempo manipulados, la interacción entre el ser humano y la naturaleza, la pasión y la emoción, el nacimiento y la muerte, el amor y el rencor, la soledad y la futilidad de tantas cosas. Bill Viola se mueve entre las filosofías orientales y el zen japonés, entre el innegociable deber moral de Camus –hay, sí, una vocación moralista en el arte de Viola que no llegará al alma de todo el público- y los poemas de William Blake (Canciones de inocencia se titula otra de sus obras, como uno de los poemarios del gran autor británico del XVIII); entre el Renacimiento y la pintura de Uccello, entre Goya y Richard Wagner. Lo mismo graba una monumental pieza de 25 minutos para el aeropuerto de Doha que cuatro minúsculas parejas de manos en blanco y negro cuyo movimiento imperceptible hay que seguir con lupa. Y todo, para poder seguir. Seguir avanzando.
Babelia
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