“La rueda” de la vergüenza
Es perfectamente legal, insisten. Pero todo lo hacían con clandestinidad.
En #0 han emitido Pop, una historia de música y TV,serie de cuatro documentales sobre el pop español a través de su reflejo en la televisión. Al final, una cascada de declaraciones furiosas de varios de los entrevistados. ¿El motivo? La actual ausencia de programas musicales en las televisiones nacionales.
David Trueba, allí presente como realizador de Un lugar llamado mundo, afinaba el tiro: “Tampoco se pueden ir de rositas los que llevan dirigiendo los canales de televisión en España durante los últimos 25 años. A esos millonarios que se van a su casa de verano hay que decirles que han destruido una de las parcelas más ricas de la televisión”.
Lo escuchaba y recordaba el perfil secreto de algunos de esos altos ejecutivos. Uno de ellos alardea de su colección de vinilos. Otro participa en subastas de memorabilia, adquiriendo costosas reliquias de artistas difuntos. Un tercero presume de pionero en la información musical. Pero, durante los años en que mandaban en las cadenas o en sus departamentos de entretenimiento, estos señores tan cultos nada hicieron por la música.
Perdón, hoy sabemos que sí aprobaron programas musicales. Espacios misteriosos que se emitían en la noche profunda. No tenían como objetivo difundir la música: funcionaban como mecanismos para recuperar parte de lo pagado a SGAE en concepto de derechos de autor, mediante la cesión de determinadas músicas a editoriales creadas ad hoc por las televisiones. Tenían imaginación: desarrollaron conceptos como “músicas inaudibles”, las que apenas se escuchan de fondo en programas de parloteo pero que figuran en el cue sheet que determina la cuantía del pago.
Y no ofrecían necesariamente arreglos de partituras clásicas, como se ha dicho estos días. Igual tuve mucha suerte pero lo que vi eran programas de jazz. De buen jazz, debo añadir.
Me indigna comprender ahora que lo sabían todos los que estaban en el machito. Los melómanos-en-la-intimidad de las televisiones. Los músicos altamente cualificados y managers astutos que se habían subido a “la rueda”. Aquellos empleados de SGAE que usaban un insoportable tono de superioridad ética cuando se enfrentaban a la cultura de la gratuidad. Los miembros de la junta directiva que preferían tolerar situaciones anómalas en aras de la paz dentro de la entidad (y, todo hay que decirlo, de sus intereses particulares). Los históricos del rock español, reciclados en editores, que compartían la desolación general por la inexistencia de espacios musicales y te invitaban a presentar proyectos, “nosotros te apoyaremos”.
No, no te apoyaban. Estaban perfectamente felices con el statu quo, que les proporcionaba una lluvia de millones por músicas que solo disfrutaban algunos sonámbulos. El negocio era tan próspero que hasta se compraban casas en paraísos tropicales, donde llegan muy atenuados los ecos de la lucha por la existencia de los músicos españoles.
Lo extraordinario es que todos conocían las trampas y hoy recurren al mismo argumento: “Son acuerdos legítimos, en línea con la legislación”. Hasta la SGAE, tras su asamblea, echa balones fuera, como si nada hubiera ocurrido, majestuosamente indiferente al hecho de que ha agotado su crédito social.
El truco de “la rueda” nos ayuda a completar el retrato moral de nuestro país: para cada derecho genuino se busca un chanchullo que lo vacía de contenido. Como en tiempos de Rinconete y Cortadillo: fuera de la sombra de Monipodio, no hay salvación.
Babelia
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