Defender la belleza
Una mujer no debe ser juzgada por su físico, por supuesto, pero tampoco es lógico censurar que se celebre lo bello
Joven, guapa, actriz. ¿Cómo no desconfiar de sus palabras? Es un clásico del género maledicente. La chica lo tiene todo. Es culpable de prestarse a contestar gilipolleces (¿de quién es el vestido que llevas? ¿lo vuestro acabará en boda? ¿os planteáis tener niños?) y de improvisar sobre la pregunta profundita que ahora cuadra hasta en los saraos más frívolos: ¿cómo anda en estos días tu nivel de feminismo? Y, ojo, que la muchacha ha de saber acertar todas las preguntas. Esto es Saber y Ganar: a ver, quién firma tu traje y cómo expresas tu compromiso con la causa de género. Y así. Va al Hormiguero y la tratan como a una rubia tonta y va a una fiesta de sociedad y le piden que hable de su compromiso de boda y de su compromiso social.
Y por un lado o por otro la van a pillar, porque en el inconsciente de unos y otras está el considerar que de una cara tan bonita no puede salir nada bueno. Estoy convencida de que ese prejuicio flota como un nubarrón sobre nuestras cabezas, aunque si somos mujeres y con conciencia de nuestros derechos nos resulte más difícil reconocerlo, pero la realidad, lo intuyo, es que hay un prejuicio contra la belleza. En su reciente viaje a España, Siri Hustvedt, la autora de La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres, confesaba con una mezcla de alivio y pesadumbre, que se sintió ligera al abandonar esa edad en la que fue tan deseable físicamente. En la madurez sus palabras no se reciben condicionadas por la belleza ni por el color trigueño de su pelo.
Triste, ¿no? Triste desear que los años borren lo que la juventud no podía ocultar. Esa desconfianza hacia la sensualidad nos hace caer en la vieja trampa, pero desde otra perspectiva. Hasta hace bien poco se suponía que la mujer que se dedicaba a labores intelectuales debía desprenderse de su coquetería, de su deseo de gustar, para ofrecerle a los demás sólo una concentración cerebral de sí misma. Últimamente, he leído aquí y allá artículos que censuraban cualquier referencia física que se hiciera de una entrevistada, confundiendo el rijosismo, que lo ha habido y lo hay con frecuencia, con una saludable transmisión de lo que los ojos ven. Como es lógico, rara vez se hace referencia a la fealdad de un personaje, porque además es cuestionable cuando brilla la inteligencia, pero es triste tener que obviar la belleza cuando ésta salta a la vista. ¿Hay que ocultar lo que todos vemos en una foto de Clarice Lispector; hay que censurar que Alice Munro, según sus propias palabras, ha sido una mujer que deseó furiosamente ser atractiva; cómo ignorar que Joan Didion es un icono de elegancia incluso en su vejez? El valor artístico de todas ellas es incuestionable, por tanto, ¿qué problema hay en rendirse a su belleza?
Veo una foto en la que aparecen en animada tertulia Marilyn Monroe con su melena rubia y Karen Blixen con su excéntrico turbante y ¿qué debo hacer, callar aquello que tan claramente percibo: la belleza en estado puro y el máximo grado de la sofisticación? Es más, ¿tengo que pensar necesariamente que Arthur Miller era el listo y la chica rubia la tonta? Porque por más empeño que puso el autor de Después de la caída en destacar su superioridad intelectual nadie se tragó ese juicio póstumo y cruel a quien no se merecía sino piedad.
Una mujer no debe ser juzgada por su físico, por supuesto, pero tampoco es lógico censurar que se celebre lo bello, igual que ocurre si se trata de un hombre. Una foto de Paul Newman no solo nos hace pensar en que fue un gran actor; es sin duda una imagen excitante, deseable, que provoca esa alegría que solo los sentidos conceden. En las crónicas que he ido escribiendo sobre los personajes que este oficio me ha permitido conocer no he podido dejar de reseñar los ojos felinos e irónicos de Lauren Bacall, la elegancia burguesa de Josefina Aldecoa, la furiosa mirada sexual de la anciana Idea Vilariño, la adolescencia eterna de Dolly Onetti… El mundo está lleno de una belleza que constituye un valor en sí misma, como un buen perfume, como una flor, como una estampa de la naturaleza de la que disfrutamos sin apenas proceso mental, como si hubiéramos nacido dotados para apreciarla.
Siempre he detestado esa idea masculina de que las mujeres no sabemos compartir mesa con otras comensales bonitas. Se confunden y nos confunden: son ellos los que a menudo provocan tensión al babosear ante una chica deseable. Pero no hay que seguir ese juego mezquino. Disfrutar de una joven preciosa es un aprendizaje. Yo he estado sentada una noche al lado de Blanca Suárez y, qué quieren que les diga, es guapa, joven, es actriz. No es tonta. Y yo tengo tantos recursos como para admirar esos dones sin un rastro de reserva. Ah, y es libre de expresarse en sus propios términos.
Babelia
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