En formato de cámara
María Pagés elabora un largo monólogo de tinte dramático con anticlímax
ÓYEME CON LOS OJOS
Coreografía y vestuario: María Pagés; dramaturgia: El Arbi El Harti; música: Rubén Levaniegos y M. Pagés; luces Pau Fullana. Teatro Español, Madrid. Hasta el 25 de junio.
El ballet flamenco o escénico tiene en María Pagés (Sevilla, 1963) a una de sus figuras más cimeras y asentadas en el espectro de la especialidad; ella ha cuajado un estilo teatral complejo y propio con un personal y sólido apoyo intelectual: para Pagés, el baile ya sea jondo, o alegre e inspirado, casi siempre tiene letra e hilo en sus componentes literarios de altura, una muleta de calidad. Así hemos visto y oído pasar por sus obras a José Saramago, clásicos españoles del Siglo de Oro, Mario Benedetti y muchos más. Este reiterativo más formal que argumental siempre tiene el peligro de hacer artificial unos ritmos y unas músicas destinadas, en principio y en orden, a acompañar el baile e ilustrarlo sin un protagonismo de destaque que obligue al espectador a un esfuerzo extraordinario a la concentración sobre la danza misma. No ha sido ella la primera en esas lides, pero sí la artista de su generación que ha ido más lejos en este propósito, en esa senda capaz de justificar el enmarcado de todo un espectáculo que esta vez es marcadamente tenebrista, como desarrollado en interiores pétreos y fríos (una celda, una nave de iglesia vacía, un claustro).
La obra Óyeme con los ojos acude también al llamado “formato de cámara” recurrencia muy en boga y que debe ser explicada. El arte del ballet flamenco no ha escapado a los tiempos de crisis que azotan sin piedad a todos los sectores de la sociedad, ya sean básicos o estructurales. La danza, entre otros ejercicios de supervivencia encogió los formatos, las dimensiones de las obras de creación; el solo de danza ha existido siempre, pero nunca hubo tantos. Pasados los tiempos de las vacas gordas, del gasto exultante y los proyectos a lo grande, los creadores coreográficos han debido recoger velas y hacer una cura (por otra parte, sanadora) de humildad creativa, han debido estrujar y exprimir su ingenio y sus talentos para seguir ofreciendo lo mejor de sí mismos, sin traicionarse, y también sin grandes ejercicios de producción que conllevaban cuerpos de baile, escenografías monumentales y otros recursos desbordados. Quizás este tiempo de constricción y autoanálisis es en sí mismo una buena oportunidad para depurar el aparato creador. Ahí el origen en la práctica de esta producción destinada a facilitar las giras y la contratación.
Esta vez Pagés articula un largo monólogo de tinte dramático que tiene su anticlímax en la escena cómica de la segunda parte de la obra (“¡Ay, qué caló!”). Esto está también dentro de su estilo, aunque esta vez desconcierte más que impacte, y de hecho conecta con la que creo es la mejor pieza de las ideadas por la artista: “Flamenco Republic” (2001), donde también hay ese momento cómico y vernáculo, de raigambre popular. Esa escena prepara para el final, donde la bailarina emerge de un amplio vestido que se inspira directamente en dos clásicos: los de Louis Füller y los de Martha Graham en los años treinta del siglo pasado. Pagés incluso juega al giróvago y hace ondular la amplia falda, a la vez que se provoca una imagen velada al estilo de la escultura de Strazza, que a su vez, se inspira en otras anteriores. En este caso la evocación lleva a Sor Juana Inés de la Cruz, cuyo poema “Sentimientos de ausente” es eje inspirador de toda la pieza, donde, es innegable, Pagés vuelve a su canon moral sobre la mujer.
La bailarina se guarnece en escena de seis músicos. En la velada de estreno faltó ocasionalmente la afinación tanto al violonchelo como al violín, y debe destacarse la voz y el cante todo de Ana Ramón, sensible y poderoso, capaz de matices llenos de virtuosismo y hondura. Todo un descubrimiento. No se entiende tampoco demasiado el baile de José Barrios, que salta sobre el papel de asistente coreográfico y palmero que se le asigna en el programa para zapatear en el centro. No hace falta ese refresco, pues María Pagés hila y sostiene solventemente la velada con su sola presencia y su baile, aún muy vital; ella mantiene su dominio del braceo y los palillos, de un zapato sin exageraciones (lo que se agradece mucho) y una respiración hacia las alturas que la distingue y califica. El público aplaudió en pie y justificadamente vitoreó a la sevillana.
Babelia
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