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Columna
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El arte y la verdad del bisturí

Cuando José Luís García Sabrido contempla a un presidente de Gobierno en la tribuna del Congreso puede imaginar su laberinto intestinal que él ha recosido

Manuel Vicent

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El cirujano José Luís García Sabrido, en Madrid.
El cirujano José Luís García Sabrido, en Madrid. JORDI SOCIAS

Nadie conoce mejor que este cirujano al ser humano por dentro. Su reino han sido las vísceras, allí donde acaban las creencias e ideologías. Durante décadas ha estado al frente del servicio de cirugía del hospital Gregorio Marañón, responsable de trasplantes hepáticos. Aunque llevaba trasplantados más de 1.200 hígados cuando se jubiló, su fama mediática fue debida a que salvó de la muerte a Fidel Castro, llevado hasta La Habana de la mano de Antonio Gades. Por su quirófano, en medio de un río de gente corriente que acude a la sanidad pública, han pasado políticos, artistas, escritores, líderes de opinión y cineastas, todo el fatuo festín de las vanidades. De hecho, cuando José Luís García Sabrido contempla a un presidente de Gobierno en la tribuna del Congreso puede imaginar su laberinto intestinal que él ha recosido; cuando oye a una ministra hablar desafiante la recuerda tumbada en la camilla llena de miedo y así sucede con bailarines en el escenario o con galanes en la pantalla. El doctor García Sabrido sabe muy bien en qué parte del cuerpo se detiene la ideología y comienza la verdad del bisturí. No recuerda a nadie de extrema derecha que haya rechazado nunca el hígado favorable de un comunista. O al revés. Por favor, venga ese riñón, hígado o pulmón propicio que me va a salvar aunque sea de un hijo de perra.

Nació el 7 de mayo de 1945 en la calle Francisco Silvela, de Madrid. Su madre viajó desde Talavera de la Reina (Toledo) a parir en casa de su hermana María, que tenía mejor posición y conocía a una comadrona fiable, puesto que ya llevaba dos hijos muertos. A los cuatro días del nacimiento, sus padres le envolvieron en un hatillo y regresaron al pueblo. Ambos eran republicanos represaliados. Su padre, Félix, debía presentarse en el cuartel de la Guardia Civil una vez al mes.

—¿Qué tal, Félix, todo en orden?

Félix asentía y un guardia le hacía firmar en un cuadernillo azul. De pequeño, nuestro héroe le acompañaba en esas visitas hasta que recibió una llamada inesperada.

—Félix, no es necesario que venga más.

El niño sabía de los restos de metralla, procedentes de la aviación alemana, que llevaba su padre en el cuerpo. Creció oyendo contar en casa historias de perdedores, recuerdos de cinco familiares muertos en el frente.

Su madre, era maestra pero estaba inhabilitada para trabajar en la escuela pública por roja. Su padre, ejercía de practicante cuya función era mucho más amplia que la de los enfermeros de hoy. Aplicaba anestesia general, atendía partos, era ayudante de cirugía y asistente del forense de Talavera. Don Emérito, el forense, se hacía acompañar por él para hacer las autopsias de la ciudad y los pueblos de alrededor. “Realmente la autopsia la hacía mi padre y don Emérito firmaba el informe”, dice nuestro héroe. Los cadáveres pertenecían a ancianos ahorcados de un alcornoque en las afueras del pueblo, a algún crimen pasional y a accidentados de toda índole. A los 13 años, el chaval se incorporó con ellos a esas tareas de Medicina Forense hasta que le permitieron ayudar a su padre a eviscerar el cadáver y tomar las muestras. A los 16 años, García Sabrido, antes de ingresar en la universidad, sabía más anatomía humana que cualquier ayudante de cátedra. La sangre, el manejo de los tejidos, y la técnica quirúrgica básica ya le eran familiares a este cirujano antes de aterrizar en la Facultad de Medicina.

Y allí al terminar su especialidad en Cirugía General y Aparato Digestivo, después de la tesis doctoral, siguió los consejos de su maestro José Luís Barros y se especializó en Cirugía Vascular en el St Mary’s Hospital de Londres con Mr. Eastcott, pionero de la cirugía vascular carotídea y del laboratorio de flujo vascular. Más tarde, realizó una larga estancia en el Royal Victoria Hospital de Montreal. Su interés por la cirugía oncológica le llevó al MGH de Boston. Desde que era niño y exploró junto a su padre las vísceras de un ahorcado en un alcornoque en tierras de Talavera, hasta su aprendizaje en el Presbyterian Hospital de Pittsburgh con Thomas Starzl, pionero del trasplante hepático, el cúmulo de sabiduría lo ha convertido en una obra de arte con el bisturí en la mano.

Jubilado a los 70 años, ha llevado su experiencia al altiplano boliviano para ejercer y enseñar sus conocimientos a comunidades campesinas guaraníes, donde los pacientes humildes se enfrentan a la enfermedad y la muerte con una increíble dignidad. Después, ha ejercido su cirugía en Malí, en hospitales sometidos a la violencia y a los secuestros. Ahora, tiene en proyecto trasladarse a Lesbos para cooperar en la ayuda a los refugiados. Vive en la Pedriza rodeado de cuatro perros a los que pone una pajarita para cenar con ellos cada Nochevieja.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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