¡Eh, que yo también leo!
Cada vez que ocurre algo trascendental veo en los medios una lista de nombres masculinos analizando el asunto. De vez en cuando, asoma el de una mujer
De vez en cuando, un grupo de mujeres cada vez más nutrido, nos reunimos alrededor de una mesa en un restaurante. Un restaurante modesto porque hay evidentes desigualdades económicas entre unas y otras: las mayores aún vivimos aquellos tiempos de juventud en los que se podía progresar; las más jóvenes viven en la incertidumbre, no de si podrán tener “casita en la playa”, como decía ante nuestro estupor Susana Díaz, sino de si habrá un tiempo en que llegar a fin de mes no sea un tormento. Lo interesante es que nos hemos ido sumando a estas tertulias por afinidades varias, la mayoría escribimos, pero también contamos con una arquitecta, una sombrerera, una psiquiatra; en realidad, lo que más nos une es que todas leemos y todas, sin excepción, tenemos una inquietud por la posición de la mujer en el mundo de la cultura. No somos un colectivo, ni un lobby, ni un club, ni un grupo cerrado, somos amigas, más amigas según nos vamos reuniendo y compartiendo algunas sensaciones. Lo que sÍ se palpa es la falta de ansiedad con la que tomamos o nos quitamos la palabra, algo que experimentamos con frecuencia cuando nos encontramos en una reunión con hombres. Yo hace tiempo que comencé a reclamar mi hueco para hablar. Con naturalidad, pero firmemente, levanto la mano: “Eh, que me gustaría decir algo”. De la misma forma, que cuando algún conocido le pregunta a mi marido estando yo delante si ha leído tal o cual libro, aclaro por si cabe alguna duda: “Eh, que yo también leo”.
Si te reúnes con un grupo de mujeres que se mueven en el ámbito cultural te das cuenta de que no son situaciones que te sucedan exclusivamente a ti, vivimos reprimiendo la reivindicación de un espacio legítimo por no parecer obsesivas, envidiosas o antipáticas. Hay todo un entrenamiento en contener el mosqueo que produce ser ninguneada. También en expresar tu molestia con una sonrisa para no ofender a quien, sin darse cuenta, te está ofendiendo. A algunos hombres les molesta mucho que se les llame la atención y te hacen ver, sutil o directamente, que andas reclamando un sitio que no te mereces.
Me hace gracia como hay hombres que se presentan como víctimas de un acoso insoportable, y acaban reivindicando muy cómicamente un espacio grande entre sus piernas para que sus testículos no sufran y con ellos la perpetuación de la especie. “¡No se trata de machismo sino de mala educación!”, claman. En efecto, de mala educación de quienes han sido educados desde niños para gozar de un espacio mayor que el de sus compañeras; no me refiero, es obvio, sólo al metro, sino a la conversación, a los equipos directivos o a estas tribunas que nos ceden los medios. ¿Por qué no admitirlo si salta a la vista? ¿Por qué no admitir nosotras que a menudo nos resulta más cómodo ceder espacio y que tal vez inconscientemente damos más crédito a la palabra de un hombre?
Miro los nombres de los nuevos columnistas, esos que han irrumpido con fuerza y que están llamados a mandarnos a la jubilación. Me apena que casi todos sean varones. Cada vez que ocurre algo trascendental veo en los medios una lista de nombres masculinos analizando el asunto. De vez en cuando, asoma el de una mujer, que es la que se suele poner de ejemplo para mostrar que esta profesión es unisex, como se decía antes en las peluquerías. ¿Es porque somos torpes, porque no tenemos criterio ni opinión? La respuesta es compleja: hay una cierta timidez en las mujeres jóvenes para adoptar un tono serio, para presentarse como una voz autorizada. Creo que esa es la razón por la que la escritura humorística acaba convirtiéndose en un escudo o en la trampa: escribir con humor es maravilloso cuando lo haces por puro goce, por decisión propia, pero hay que observar con cuidado si no es ese el lugar al que te relegan porque en el fondo no se fían de que tu análisis sea tan interesante como para que ocupes un lugar entre los doctos. ¡Qué puede haber más divino que una niña eterna entre los doctores!
Pero también quien elige a los que opinan, escriben o crean debería tener la suficiente sensibilidad para analizar la situación y corregirla. ¿Cuotas? ¿Qué falta harían si fuéramos conscientes de que hay que compartir el espacio? ¿Qué necesidad habría si algunos hombres no tuvieran tan alta concepción de sí mismos?
De estas cosas hablamos. Lo increíble es que haya varones que se sientan amenazados como si vieran en peligro su lugar en el mundo y defiendan el fuerte con semejante gasto de testosterona. Lo maravilloso es que hay otros que escuchan, piensan, y rectifican sin alterarse cuando con una sonrisa les sacas los colores y les dices, “¡eh, que yo también leo!”
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.