Lectores anónimos
¿Quién va a fijarse en el ensayo 'El yo, la pareja y la familia', a la venta en el tenderete del CIS?
Antes de que las pantallas laminaran sus meninges y le costara un ictus leer tres párrafos, una se bebía tochos de 600 páginas como chupitos de orujo. Era, pues, puro público objetivo de la Feria del Libro. Así que arriba una al Retiro dispuesta a dejarse abducir por lo que de nuevo haya bajo el sombrajo de las casetas arrasadas por el sol de junio. Ilusa. ¿Quién va a fijarse en el ensayo El yo, la pareja y la familia , a la venta en el tenderete del CIS, mientras desfila alrededor una legión de yoes, parejas y familias en carne, huesos y hormonas mortales? Pues eso, que a una se le van los ojos al paisanaje y que de libros ya hablan otros con más seso, si eso.
Los lectores: presuntos, perjuros o confesos. Ellos son el espectáculo. Pagaría una entrada por ver las hordas de chicos guapísimos por muy feos que parezcan empezar la velada de un juernes -contractura, perdón, contracción, entre jueves y viernes- fichando presas literarias y de las otras antes de empezar el finde propiamente dicho. Sacaría una butaca para escuchar las cuitas, y las broncas, de las parejas de toda edad, aspecto y bolsillo que brujulean de babor a estribor del buque que semeja a ratos la feria. Adoptaría una -un ratito, luego para sus papis- a esos críos con cara de no creerse estar viendo al autor del cuento con el que se duermen. Lectores todos con esa guapura y esa ansia de comérselo todo de los primeros días de verano.
Eso, delante de los mostradores. Detrás, el librero de toda la vida que te canta las alabanzas de un Breviario de la liturgia de las horas del siglo XVIII que vendería por 36.000 euros, pero no vende porque así le sirve de reclamo para colocar facsímiles. Los chavales de la FNAC que despachan a destajo best sellers y marcadores de páginas cuquis. El megamoderno tipo de la librería Tipos Infames con sus gafitas, su flequillito y su canesú de hípster modelo. Y, pobrecitas mías, las dependientas de la librería Confucio, ambas en perfecta comunión con el cosmos, como Confucio manda, a juzgar por las caras de aburrimiento sideral que regalan al prójimo que pasa frente a su altar laico.
Repartidos por las jaulas de este zoo humano, anidan los responsables de todo esto. Los autores. El verbo haciéndose carne para histeria, delicia o indiferencia de la parroquia. Produce entre ternura, grima y justicia prosaica ver cómo unos indocumentados para el Parnaso y la Academia generan colas que precisan agentes del orden, mientras vacas sagradas del oficio firman uno a uno, y a veces ninguno de sus incunables. Nada es lo que era y todo es lo mismo. Sin escritores no hay libros y sin libros no hay lectores, por mucho que el móvil nos sorba la sesera.
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