Ricky Martin se sobrepone a la congoja
El ídolo puertorriqueño aviva en Madrid la emoción contagiosa del directo como antídoto frente a la barbarie
El pasado lunes, aprovechando la visita del colombiano J Balvin, reflexionábamos en el WiZink Center madrileño sobre el poder liberador del baile y la química de los cuerpos que abordan el ritual del roce. Anoche, tan solo 24 horas más tarde, debíamos haber asistido a la prolongación de la fiesta, pero todo empezó discurriendo por derroteros mucho peores. A Ricky Martin le tocó lidiar con el mal rollo y la consternación, con el estupor y la náusea, con esa incómoda sensación de que tenemos el mundo hecho un asquito y no se lo vamos a dejar en mucho mejores condiciones a quienes nos sucedan.
Ese fue el estado anímico primigenio al que hubo de hacer frente anoche el puertorriqueño, seguramente uno de los retos más difíciles que haya encarado en veintitantos años de trayectoria. Y lo maravilloso es que fue capaz no solo de reponerse él, sino de hacernos olvidarlo todo a los demás, a las 10.000 almas agolpadas en la pista y el primer anfiteatro. La grandeza de un artista no se mide solo por el número de canciones en la lista de Billboard, sino también por su capacidad de sobreponerse a las tesituras más desfavorables. Y en ese sentido habremos de admitirle a este rubio bailongo su condición de entretenedor magistral.
Ricky Martin ha conocido momentos de popularidad abrumadora y ahora debe resignarse a que muy poca gente del público supiera tararear las canciones de su último elepé. Pero conoce los resortes del espectáculo y los pulsa todos. Es dinámico, resultón, divertido, zalamero. Y se las ingenia para que las caderas le sigan girando como las de un veinteañero, aunque sus biógrafos insistan en que llegó al mundo allá por 1971. Mucho antes de la modernidad millennial, oyes.
Olvidar Vistalegre
Ricky Martin no solo luchaba ayer contra el funesto recuerdo de la víspera. También aventaba las sombras de su anterior visita madrileña, en septiembre de 2016, cuando tuvo que lidiar con el Palacio de Vistalegre, una suerte de infierno hormigonado. El repertorio de hace ocho meses y el de anoche era casi idéntico, pero el espectáculo lució infinitamente más en el Palacio de la calle Goya. Con un escenario holgado y, sobre todo, sin las cacofonías horribles de aquella comparecencia, Martin pudo ofrecer una visión ajustada de su actual momento artístico. No tan abrumador como en los años de mayor gloria, pero efectivo y ecléctico.
Dispone de un cuerpo de baile (paritario) de ocho integrantes que alborota las pupilas de cualquier observador receptivo a la belleza del ser humano. Derrocha vestuario para que le veamos elegantón o picaruelo, entallado o con la manga suelta; de negro, blanco o gris marengo. Y eso por no hablar de su momento de falda plisada (Foundation movie), que para eso las pantorrillas también merecen un ratito de viento fresco. Juega en su contra que ese mismo sea precisamente el momento en que los cuatro danzarines varones se quitan la camiseta y exhiben bastantes más músculos de los que constan en los manuales de anatomía. Pero cada cual gestiona su cuota de protagonismo como le place. Y Ricky tiende a la generosidad en todo momento.
Eso sí: ser generoso no implica falta de exigencia. Por eso el jefe de filas instruye a sus ocho músicos para que ellos también se involucren en una suerte de espectáculo total. Aquí no basta con una ejecución correcta; nadie dijo, por ejemplo, que las coreografías no fueran también competencia del bajista o la sección de vientos. El anglófilo comienzo del espectáculo de este One World Tour es el pasaje más resultón a este respecto, si bien la finura de su acercamiento al funk se antoja solo relativa. Si alguien soñaba, por ejemplo, con un remedo latino de Earth Wind & Fire, conviene que rebaje sus expectativas hasta los estándares de Bobby Brown. O, ejem, New Kids on the Block.
A rebufo de la barbarie de la víspera, la presencia policial era sensible en el exterior, las pantallas de la avenida Felipe II mostraban mensajes de solidaridad con los mancunianos, el pabellón reproducía instrucciones de evacuación que llevábamos tiempo sin escuchar y los vigilantes intensificaban los cacheos en los accesos. Martin prefirió permanecer ajeno al respecto y abogó por un indisimulado carpe diem. “Yo lo que quiero es verte reír, olvidar todos los problemas. ¿Podemos volar o no?”, arengó como si a los millares nos hablara uno por uno. Y en esa dirección se aplicó durante poco menos de dos horas, con avalancha de exitazos en el último tramo, inyección de sangre nueva con Vente pa'ca y apoteosis casi postrera al ritmo de La copa de la vida. Un himno de intencionalidad originariamente futbolera, aunque anoche puede que apeteciera más abrazar las enseñanzas clásicas del dios Baco.
Babelia
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