Madrid se consagra al reguetón de J Balvin
La nueva estrella latina pone a bailar a 4.000 personas durante hora y media de sudor y 'perreo'
Bailar apetece casi siempre, a menos que se ande con el ánimo muy chuchurrío. E incluso en esas circunstancias pueden los doctores animar a la agitación pélvica, por si a las glándulas les da por ponerse a producir endorfinas, así que nos quedan muy pocas excusas para permanecer a pie quieto. José Álvaro Osorio Balvín (con tilde en la i, aunque a efectos artísticos se la haya merendado) ofrece todos los argumentos, según los cánones de este siglo tan sarandunguero, para menear la osamenta tanto como resistan las articulaciones. Lo demostró anoche ante unas 4.000 personas en su debut madrileño, una sesión acelerada y sudorosa de reguetón y otras hierbas que convirtió el WiZink en un templo de la jarana contemporánea, un hervidero de músculo, abrazos y achuchones incipientes o intensificados, también llamados perreos. Una ocasión, qué demonios, para descocarse y arrimar el cuerpo a algún otro cuerpo receptivo, aplicando la ley del roto y el descosido.
A J Balvin le gusta hacerse de rogar, como corresponde a los modernos objetos de deseo. El sarao se demora hasta casi las 21.30, media hora por encima del horario previsto, y aun así la hinchada ha de esperar una introducción y medio Veneno para verle el pelo al ídolo. O una parte del pelo, porque el de Medellín luce una cosa blanca y rara en la cabeza, que ni es visera ni cualquier otro elemento definido en nuestro vocabulario, pero va a juego con las gafas y el resto de la nívea indumentaria. Todo muy blanco, que ayer tocaba. Cristiano Ronaldo, admirador de la causa, se escondía en el extremo izquierdo del escenario, y un esloveno rubísimo y altísimo, Luka Doncic, también ensayaba algún que otro meneíto.
Balvin coloca a sus cinco músicos en una plataforma a dos metros de altura para que todo el frontal les quede libre a él y a los bailarines, siempre con motivos de sobra para brincar y derrochar energía, que no en vano da nombre al disco, la gira y las enseñanzas aquellas sobre creaciones, destrucciones y transformaciones. Así se suceden jitazos y aspirantes a serlo, tan parecidos los unos a los otros que no resulta sencillo dilucidar por qué su grado de popularidad no es perfectamente uniforme. Si te gusta Otra vez te gustará Pierde los modales. Y no digamos ya Bobo, retrato de esos tipos por los que no merece la pena derramar ni una escueta lágrima.
La temperatura sube con Sin compromiso y, más aún, Yo te lo dije, crónica de un tórrido encuentro en un hotel madrileño en el que "pasó lo que tenía que pasar", según definición del propio artista (e interesado). Como buen reguetonero, el colombiano puede ponerse gallito y rijoso (Si tu novio te deja sola), pero la fórmula está dulcificada para que no se dispare la testosterona hasta los niveles de Maluma, el paisano con el que compite en éxitos interplanetarios y, ya puestos, en muescas en la culata. De hecho, la adaptación de Sorry, de Justin Bieber, es una hábil jugada para multiplicar (aún más) el espectro de oyentes.
Cuando la cosa parece languidecer, José Álvaro se saca de la manga entre el público a un chavalín de unos 10 años, al más puro estilo Springsteen, que resulta saberse 6 AM a las mil maravillas. Quizá los paralelismos con el Boss se extingan en esta misma línea, pero es más de lo que esperábamos todos al principio de la crónica. El final, con las infalibles Ay vamos y Ginza, garantiza el finiquito de hasta las últimas ansias bailarinas. Y así toca volver a casa. Con el peroné muy dislocado, que decían en otros tiempos. Incluso en otro siglo.
Babelia
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