Reunión de primera con un cronista emocional
Alejandro Sanz compara en su visita a EL PAÍS su profesión y la de periodista: “Tenemos curiosidad y buscamos la verdad”
Si por él hubiera sido, la foto de portada de hoy de EL PAÍS sería un poema. Visual, sí, pero poesía pura. Una imagen de unas mujeres sirias, cuerpo y rostro embozados menos los ojos, aprendiendo a leer para superar el trauma de la guerra. Fue esa y no otra, entre el aluvión de estampas del día, con su sobredosis del blablablá de los políticos, las catástrofes y demás movidas habituales de la agenda, la que hubiera elegido para abrir el periódico. No por noticiosa. No por oportuna. No por bonita. Sino por “aportar un poco de luz y esperanza entre tanta oscuridad y desesperación ahí fuera”. Su apuesta no ganó, claro.
“Los periódicos los hacemos gente sin corazón", bromeó el director, Antonio Caño, antes de consensuar con su editor gráfico invitado un término medio entre noticia y simbolismo y escoger un retrato de May, la primera ministra británica, —brazos abiertos en plan Teresa, Mujer Salvadora— endureciendo las condiciones de contratación de inmigrantes en el Reino Unido. Prosa pura y dura. Puro realismo sucio.
La reunión de primera página de las cinco de la tarde fue el epicentro de la visita de Alejandro Sanz a la redacción de EL PAÍS. Antes, se había paseado por las secciones, saludado hasta a los ordenadores y echado un buen rato en la mesa de los periodistas encargados de gestionar las redes sociales comentando cómo está el patio dentro y fuera de los medios. Que si Trump, que si Pedro que si Susana que si Patxi que si Banderas. Si no al minuto, sí parece estar al día Sanz, que se mostró encantado de visitar el lugar donde se realiza, estima, un trabajo no tan opuesto al suyo. “A los periodistas y a los compositores nos une, creo, la curiosidad, y la búsqueda de la verdad. Vosotros, la pública. Nosotros, la íntima”.
Es curiosa la sensación de tener a medio metro a alguien con cuyo rostro y cuya voz se ha crecido. Tú le conoces de toda la vida; él a ti, no. Tú tienes una opinión sobre él; él, no. Tú te crees con la confianza necesaria para pedirle una foto, un autógrafo, un vídeo para tu vecina Pili, que tanto le admira y te lo ha pedido de rodillas; él, puede tener ganas, o no. Sanz, ayer, las tuvo. Para todo y para todos. Vestido con una chaqueta gris que le hacía tipín, y complementado con las gafas que anuncia en la tele, y que se calza y descalza todo el rato para poder ver “el género” de cerca y “contar el parné, tú sabes”, habló de lo humano y lo humano con todo el que se le acercara, llevara o no galones, perdón, corbata.
Así, habló de los hijos. Cuatro; de bebés a adolescentes, de México a Miami. De la pequeña, de dos años, que le ha salido “sargento”, ha aprendido a decir no “y esa es su palabra favorita”. Del mediano, quinceañero, que “rapea letras que dan miedo, me bloquea en Twitter para que no le espíe y va el tío con capucha, con el calor que hace en Miami, pero saca buenas notas y tiene buen corazón, que es lo que importa”. De educación, “el remedio a todos los males”, según le contestó a una maestra que le preguntó en el encuentro con lectores de esta casa. De su presencia en las redes, a las que respeta y disfruta —“ver la tele con Twitter es divertidísimo”— pero no reverencia. Y de la trastienda de Más es Más, el 24 de junio. “He ido reuniendo a los integrantes de mi banda de 1997 en plan Ocean's Eleven, reclutando a mis compinches donde estuvieran, aunque fuera en el asilo, para dar el último golpe”. De todo y con todos habló Sanz antes de marcharse después de hacerse el último selfi con el último indio y con el último jefe, porque en la admiración no hay escalafones que valgan. Se iba, dijo, a su “campo” de Jarandilla de la Vera, a encerrarse antes del último conciertazo del estadio el Atleti. ¿Se emocionará esa noche? “A ver, yo lloro hasta con un anuncio de Norit, si está bien hecho. No cambiaría un solo segundo de estos 20 años. La emoción es mi patrimonio. Mi pequeña huella en el mundo”.
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