Niños desolados y niños mágicos
Zvyagintsev tiene una ausencia absoluta de piedad con sus personajes En ‘Wonderstruck’, Haynes cuenta dos historias a las que imprime magia
Las colas interminables en los cines siempre fueron un distintivo fijo del Festival de Cannes. Y estoy convencido de que algunos de sus nada protestones integrantes en vez de agobiarse llegaban a encontrar cierto placer masoquista en que la entrada al templo fuera tan ardua y los porteros tan expeditivos. Pero desde que el yihadismo declarara la guerra sin reglas a todos los infieles, incluidos agnósticos y ateos, practicantes de cualquier religión o de ninguna, ricos y pobres, niños, jóvenes y viejos, las calles de Cannes, La Croisette y el acceso a las salas se han convertido en algo que asocias con territorio bélico. Y es normal esa abrumadora vigilancia por parte de la policía si nos atenemos a las recientes salvajadas cometidas en Francia y a la consciencia de que perpetrar otra más en un escenario tan poblado y lujoso como el Festival de Cannes tendría una repercusión global. El disfrute que supone ver películas se ha puesto muy complicado ya que te cachean hasta la extenuación, las colas se mueven a paso de tortuga y las proyecciones se retrasan. Todo sea por el bien común pero resulta inquietante y muy pesado acudir a un presunto espectáculo, a una fiesta del cine, rodeado de gente ceñuda que porta metralletas, fusiles y pistolas.
La jornada del pasado miércoles en la sección oficial ha estado protagonizada por la infancia, en versión trágica y en versión mágica. El director ruso Andrei Zvyagintsev, señor en posesión de currículo artístico, sobre todo a raíz de su película Leviatán logra que se me ponga mal cuerpo y también alboroto de cabeza con Falta de amor. Utiliza la inteligencia para ello y una ausencia absoluta de piedad hacia sus desdichados personajes.
Son un matrimonio separado que está vendiendo la antigua casa y utilizan una catarata de reproches y una brutal violencia verbal para dar fe de su rencor mutuo, su desamor militante, su asco hacia el pasado que compartieron, su desahogo al haber encontrado nuevas parejas. De este feroz ajuste de cuentas es un hijo de 12 años del que pasan ambos, al que no quieren o lo hacen de una forma muy extraña. La imagen de ese crío llorando y gritando en la oscuridad de una habitación es de las cosas más pavorosas que he visto en mucho tiempo, podría haberlo pintado Edvard Munch. Y un día la desesperada criatura se larga y su búsqueda febril resulta inútil, puede haber ocurrido lo peor.
Zvyagintsev narra afiladamente la catarsis de esos padres tan descuidados y egoístas, el consuelo y los desencuentros con la celosa mujer embarazada y el hombre rico y protector que ahora comparten su existencia con ellos. Solo he encontrado un problema en esta notable y áspera película. Son las inútiles y continuas alegorías sobre lo mal que funcionan las cosas en Rusia, las predicciones sobre el apocalipsis, la insoportable situación de los que buscan refugio, la violencia generalizada que caracteriza los nuevos tiempos, en medio de la crisis tremenda de aquellos que buscan a su desamparada criatura. También le sobra algo de metraje, aunque la fuerza expresiva de las imágenes sea evidente. Y sales revuelto del cine, que imaginas es el propósito esencial del director. Es duro lo que cuenta y su forma de hacerlo. Que alguien proteja a esos niños aterrados e insomnes ante la falta de amor de los padres que les engendraron.
Todd Haynes es un director ancestralmente reputado que a mí no me convenció de su sensibilidad y su talento hasta la espléndida Carol, estrenada en Cannes hace dos años. Me resultaba cursi, amanerado, dulzón, aficionado al guiño cinéfilo y permanente. En Wonderstruck, al igual que Scorsese en La invención de Hugo, ha recurrido a la adaptación de una novela de Brian Selznick, que aquí también firma el guion. Haynes aplica su poderoso sentido estético, una primorosa ambientación y una música abusiva para contar paralelamente dos historias. La de una niña sordomuda que busca sin tregua a una actriz enigmática durante los años veinte y la de un niño al que una tormenta le dejó sordo y que se escapa de casa tras las huellas de su desconocido padre. La aventura del segundo transcurre en los años setenta.
Confieso que durante los tres cuartos de hora iniciales me sentí bastante perdido. No sabía bien de qué iba la movida o si me atrapan mínimamente esos viajes infantiles que responden a un deseo de autoafirmación, refugio, conocimiento poético de la propia identidad, Posteriormente percibí la magia que pretende imprimir Haynes. Y el desenlace es bonito. Lo necesitaba para liberarme de la zozobra que me provocó el anterior niño, el que renunció definitivamente a la esperanza.
Babelia
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